Fallece Ralph Boston, el atleta puente entre Jesse Owens y Bob Beamon
El norteamericano, campeón olímpico de longitud en Roma 60, batió seis veces el récord mundial
“¡Saltadores del mundo, levantaros y conoced su nombre, porque ha muerto Ralph Boston!”, clama Carl Lewis, y con él, con uno de los más grandes de la historia del atletismo, lloran los aficionados y los viejos atletas, los que quisieron ser como él, pues a todos emocionó Ralph Boston, saltador de longitud norteamericano, fallecido el domingo, pocos días antes de cumplir 84 años. “Fue mi ídolo de niño y la persona que más influyó en mí. Ya echo de menos su voz y su apoyo. Él cambió el deporte”, añadió en las redes Lewis, cuatro veces campeón olímpico de longitud, nunca plusmarquista mundial.
Entre dos gigantes, Jesse Owens y Bob Beamon, voló Ralph Boston, quien el 12 de agosto de 1960, poco antes de ganar el oro en los Juegos de Roma, batió por ocho centímetros el récord del mundo que hacía 25 años, un año antes de dejar sin habla y rabiando a Hitler en su estadio olímpico de Berlín, Owens había llevado a 8,13m.
Boston era el menor de 10 hermanos, hijo de un jornalero negro de Laurel (Misisipi), en el sur profundo, donde la ley y la muerte las dictaba el Ku Klux Klan. Cuando volvió con el oro de Roma regresó a una ciudad en la que solo podía entrar en restaurantes, autobuses y servicios segregados, y beber agua de fuentes solo para negros. “Era un ciudadano del mundo, pero no un ciudadano de Misisipí”, dijo Boston entonces, quien, siendo casi un niño tomó los aperos de labranza y las herramientas de su padre y en un descampado cerca de su casa construyó una pista de atletismo, con saltadero de altura incluido, cañas de bambú y serrín para aterrizar.
Cuatro años después de Roma, en Tokio 64, Boston fue medallista de plata, batido por cuatro centímetros (8,03m frente a 8,07m) por el galés Lynn Davies, quien más que a su talento dio gracias a los dioses por el frío, la lluvia y el viento que tanto le gustaban, y al propio Boston por explicarle que si veía las banderas del estadio que de repente caían flácidas eso significaba que el viento había dejado de soplar dentro del estadio. “Eso vi y eso pensé”, dijo después Davies, el galés adorado. “Y las vi caer, y salté”.
En la final de Tokio compitió el español Luis Felipe, Pipe, Areta, que, pasando el mismo frío y empapándose igual, y compartiendo su cajetilla de tabaco con el armenio Igor Ter Ovanesian, medallista de bronce, terminó sexto. “Habíamos coincidido en unas cuantas ocasiones, Roma 60, Tokio 64, México 68 (preolímpico 66), Viareggio 67 (USA-Italia-España), meetings en el 65 (Madrid, Barcelona) y otros en Helsinki, Oslo...”, recuerda Areta, quien no se queda lejos de Lewis en su amor y admiración por el norteamericano. “Cuando en Roma 60 yo era un pipiolo de 18 años y me encontré en medio del Olimpo atlético junto a mitos como Connolly, Da Silva, Bragg. Llegué el primer día de entrenamiento y en el foso de saltos estaba Boston, con Bo Roberson, una especie de escultura de ébano que acabó segundo, acompañado de toda la prensa, pues acababa de batir después de 35 años el mítico récord de Owens. Gracias a su simpatía y cercanía se me quitaron todos los inconfesables complejos. Boston era un encanto de persona, humilde, bromista, juguetón, alegre y siempre de buen humor”.
En 1965, Boston compitió en Madrid, en la pista de tierra de Vallehermoso, saltó 8,28 metros, y dejó sin habla y con la memoria enriquecida para siempre a los chavales de entonces –”fervientes admiradores de la exuberante elegancia de su salto”, dice Manolo Carballo, velocista olímpico en Múnich 72, uno de los jóvenes boquiabiertos ante los tres pasos y medio en el aire, a casi dos metros de altura, de Boston, corriendo en el vacío– , y poco después, en Montjuïc, en Barcelona, que estrenaba una pista de caucho, hizo un nulo de 8,56 metros, lo que le habría convertido en el primer atleta que sobrepasara la barrera de los 28 pies, según refleja en su libro de progresión de récords mundiales la federación internacional (WA).
Después de batir cinco veces más la plusmarca mundial, compartiendo el liderato mundial con el armenio Igor Ter Ovanesian, Boston llegó a los Juegos de México 68 con una plusmarca mundial de 8,35m, y el convencimiento de que, pese a ello, no ganaría el oro. “Entonces, en México”, sigue recordando Areta, “Boston me dijo que se encontraba bien, pero que Bob Beamon, una casi desconocida promesa entonces, podría saltar nueve metros… Y así fue”. Cuando Beamon dudaba en el pasillo antes de su primer salto en la final, porque todos hacían nulos y no hacía buen tiempo, Boston le animó, “¡dale, haz un buen salto!”. Beamon llegó a 8,90 metros con el salto que dio la vuelta al mundo y definió como nada, y como el salto de altura de Fosbury, los milagros de los Juegos del 68. Tardaron horas en medirlo porque el salto había desbordado la capacidad del moderno artilugio óptico y hubo que recurrir a la vieja cinta métrica de acero. Y cuando se anunció 8,90 metros, Beamon, que no entendía las medidas del sistema métrico, fue a abrazarse con Boston, quien le explicó, “Bob, has saltado 29 pies”. Hasta entonces, ningún atleta había podido siquiera saltar 28 pies… Había batido por 55 centímetros el récord de su amigo. Beamon se quedó casi sin habla, pero le pudo decir a Boston, “Ralph, sé que ahora me vas a machacar”. Pero Boston le dijo, “no, no, jamás en la vida podré saltar eso… Esto es el fin para mí”. Boston (8,16m) fue tercero, superado también por el alemán oriental Klaus Beer (8,19m).
Solo 23 años más tarde, en el Mundial de Tokio 91, alguien saltó más que Beamon: Mike Powell, 8,95m. Desde 1935, el récord de Owens, y 2023, solo cinco atletas han podido decir que han sido plusmarquistas mundiales de salto de longitud. Tres siguen vivos, Ter Ovanesian (que mantuvo el récord, 8,31m, entre junio de 1962 y septiembre de 1964), Beamon y Powell.
Una de las pocas veces en las que volvió a salir en los periódicos el nombre de Ralph Boston fue en 1972, cuando una escueta nota de agencias publicada en el New York Times hacía saber que habían entrado ladrones en la casa del atleta, en Knoxville, Tennessee, y se habían llevado su televisión en color, su tocadiscos y las tres medallas olímpicas, oro, plata y bronce.
“En 2018 pude hablar inesperadamente con él”, cuenta Areta, “cuando Beamon, que asistía al I Festival de Cine y Atletismo en Donosti, al preguntarle por él, sacó el móvil, marcó, habló un momento y me lo pasó. Al otro lado estaba el mismísimo Boston. Llenos de mutuo regocijo hablamos, no mucho, entre otras cosas por la dificultad del idioma, pero intensamente emocionados...”.
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