De Dembélé a Vinicius, magos en peligro
El regateador tiene que convocar a la imaginación, para hacerle creer al marcador algo distinto de lo que va a hacer
Divino estafador. El regateador es un apostador. Apuesta con su marcador nada menos que la pelota. El que gana se la lleva. No es tan fácil como parece. Para empezar, hacen falta dos tipos de valentía: la física, porque hay marcadores a los que habría que cachear de armas antes de un partido; y la moral, porque en el fútbol profesional la gente aplaude si conservas el balón e insulta si lo pierdes. Además, hay que ser decidido. El que duda se amaga a sí mismo. Con esos atributos iniciales el regateador tiene que convocar a la imaginación, para hacerle creer al marcador algo distinto de lo que va a hacer; a la cintura para que, culebreando, contribuya al engaño; y a la habilidad, para que el balón obedezca a todas las ocurrencias. Finalmente, se necesita de velocidad para huir del lugar del crimen. Todas estas armas las utilizó Dembélé frente a la Real Sociedad.
¿Cómo se detiene a una culebra? Fue la exhibición de un arte que está desapareciendo. Arte bello, sorprendente y eficaz. Cada carrera de Dembélé trazaba un dibujo distinto, manejando el balón con una u otra pierna, para salvar limpiamente los obstáculos humanos que iba encontrando. Terminado el primer tiempo, la Real cambió de marcador y de sistema para sujetarlo, pero la inspiración de Dembélé ya estaba desatada y no solo siguió encontrando vías de escape, sino que también encontró el camino del gol. La Real ya estaba con diez por la expulsión de Brais Méndez. Pero a esa desventaja numérica había que agregarle la de los rivales que Dembélé eliminaba en cada eslalon. Había una especie de desajuste entre la cara melancólica y como distraída cada vez que la cámara lo alcanzaba en un primer plano, y esas aceleraciones que sincronizaban a la perfección el tiempo y el espacio.
Con una jugada alcanza. Al día siguiente, el Real Madrid recibió al Atlético con las expectativas del caso. El Atlético se adueñó del partido y encontró el gol en la primera mitad. El juego del Madrid era feo y como pegajoso. En la segunda mitad el equipo sacó su arma preferida, la del orgullo, pero el juego seguía sin aparecer. Hasta que Rodrygo recibió un balón en las inmediaciones del área, el instinto se hizo cargo del cuerpo y su pie pareció la punta de un florete. Ante esa inspiración no hay línea de defensa. Eliminó a todos los que salieron en su búsqueda y cuando no le quedaba nada más que hacer, marcó el gol. Los rivales se quedaron con cara de fieras atrapadas en un cepo, a los compañeros les devolvió la confianza y el Bernabéu se acordó de su poder. Gracias al regateador, empezó otro partido.
Sospechosos. El fútbol cada día desarrolla con más eficacia las cualidades colectivas y formales del juego, y el regate, que es la práctica individual por excelencia, ha ido perdiendo protagonismo. Y con ella perdimos la astucia, la magia, el desequilibrio y hasta la gracia burlona implícita en todo regate. Los entrenamientos en que se obliga a jugar a uno o dos toques son el primer sospechoso de esa deriva. Pero hay más responsables. Se trata de un espécimen al que debiéramos proteger. Lejos de eso al regateador, hoy, se lo confunde con un provocador. Como si la habilidad no fuera una virtud que eleva el juego, sino una acción humillante para los rivales que autoriza el castigo. Vinicius es el mejor ejemplo. Es el jugador más castigado de Europa y recibe tantas o más tarjetas amarillas que sus marcadores. Será porque a los árbitros les duelen más las protestas de Vinicius que las patadas que le pegan. El mejor modo de hacer un fútbol más triste y mediocre.
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