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El gregario perfecto

Andrea Carrea pidió perdón a Fausto Coppi, su jefe, por lucir el maillot amarillo en 1952

Jon Rivas
Fausto Coppi consuela a Andrea Carrea
Fausto Coppi consuela a Andrea Carrea, avergonzado por llevar el maillot amarillo en presencia de su líder.

Ser gregario es un oficio. Domésticos les llamaban los clásicos. Van Aert es un campeón y un magnífico gregario, pero Andrea Carrea era el gregario perfecto, siempre a las órdenes de su líder, Fausto Coppi. Lealtad a prueba de bombas, así que cuando se vistió de amarillo en el Tour de 1952, en el podio no exhibió una sonrisa, sino lágrimas; y se arrodilló ante su jefe, y le pidió perdón por la afrenta, aunque el campeonísimo no se lo reprochó, y le animó a lucir con alegría aquel jersey que había conseguido después de responder con eficacia a una orden suya.

Carrea era un tipo humilde que había trabajado en el mantenimiento del ferrocarril, pedaleando en las vías para acarrear ladrillos. Cuando llegó la Segunda Guerra Mundial, fue hecho prisionero y trasladado al campo de concentración de Buchenwald. Allí sobrevivió como pudo, pensando en meterse algo de comida en el cuerpo, durmiendo apilado junto a más de 300 prisioneros, tratando de escapar de las congelaciones. Los guardas nazis le pillaron robando patatas y le metieron en un agujero, y pensó que moriría allí, pero tuvo suerte: ese día acabó la guerra, y le tocaba regresar a casa, con 40 kilos menos.

Tardó varios meses en volver a su pueblo, Gavi Ligure, en el Piamonte. Primero a pie hasta Berlín; después con un carro y un caballo robados camino de Praga. Andrea y sus desventurados acompañantes acabaron comiéndose el caballo. Cuando llegó, su padre no reconoció a Sandrino, que era su nombre familiar.

En 1948, casi sin olvidar las heridas morales de la guerra, el masajista ciego de Coppi, Biagio Cavana, le fichó para el equipo Bianchi tras palparle los músculos. “Es un cíclope”, sentenció. Andrea Carrea entró a formar parte de los ángeles de Coppi, la guardia pretoriana del campeón dentro del pelotón.

Sandrino se entrenaba con Coppi todos los días. Hacían 200 kilómetros por jornada. Se aficionó a la caza, como su jefe, y salían juntos con la escopeta a pasear por el campo. En la novena etapa del Tour de 1952, entre Mulhouse y Lausana, el 3 de julio, Coppi le ordenó que se infiltrara en una escapada, que empezó a coger tiempo con el pelotón, hasta llegar a los nueve minutos. En la meta ganó Diggelmans y Carrea, que acabó séptimo, se marchó al hotel. Unos minutos después, una pareja de policías llamó a su puerta. Debía acudir a la meta para recibir el maillot amarillo de líder. Había destronado a su compatriota Magni, había desplazado a su jefe Coppi. Se llevó un tremendo disgusto. Temía la reacción de sus compañeros y la de Alfredo Binda, el seleccionador italiano.

L’Equipe apuntaba: “Se le ve como un niño que hubiese robado un bote de mermelada y que mira cómo se acerca su padre, plenamente consciente de su culpa”. Pero todos le esperaban con inmensa alegría. Coppi le acariciaba con una sonrisa, sólo él exhibía un gesto de pesadumbre.

Al día siguiente, de amanecida, Carrea recogió los botines negros de su jefe y los lustró hasta que brillaron. Con ellos ganó Coppi en Alpe d´Huez y se vistió de amarillo. “Ese maillot no era mío”, aseguraba Sandrino, que el día que se enteró de la muerte de Fausto, el 2 de enero de 1959, dejó el ciclismo.

Wout Van Aert también es el gregario perfecto, aunque cuando se viste de amarillo no tiene remordimiento alguno.

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