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Muere a los 87 años Julio Jiménez, ‘El relojero de Ávila’, el ciclista que siempre estaba allí

El corredor español fue tres veces rey de la montaña y segundo en la general del Tour de 1967, íntimo amigo de Jacques Anquetil e iniciador de la gran escuela de ciclismo de Ávila

Julio Jimenez
Julio Jiménez, en su casa, con un trofeo de mejor escalador de los Alpes, en 2013.Timm Kölln
Carlos Arribas

Julio Jiménez mantiene la mirada, los ojos vivos, pícaros e inocentes extrañamente a la vez, el reflejo de su vida, y su memoria, que ya empieza a adentrarse en los terrenos brumosos en que podría empezar a confundirse con la fabulación. Pero no, aún es nítida, precisa, de contornos tan claros como la cierta inconsciencia que guio sus años de ciclista, el optimismo. Como el encanto que hizo de él un ciclista, una persona, al que todos quisimos y al que hoy lloramos cuando nos enteramos de que ha muerto víctima de un accidente de coche a las puertas del gran lavadero de coches de Ávila de su amigo Ángel Arroyo, ciclista por él, y gran ciclista como él, y también segundo en un Tour y primero en el Puy de Dôme. Y por Arroyo se hicieron ciclistas Chava Jiménez, escalador único que murió joven, Carlos Sastre, que sí que ganó el Tour, Lastras, Mancebo, Navas…

Entonces se pasaba el día ordenando recuerdos, fotografías, cacharros de su época, maillots, camisetas, sus trofeos. Vivía entre ellos, y contestaba diariamente varias cartas de aficionados que le pedían autógrafos y fotografías dedicadas, y que le enviaban revistas y libros, y él solo echaba de menos la maglia rosa que vistió varios días del Giro de 1966, y una bicicleta, y otras cosas que le había prestado a Luis Berlanga para atrezo de su película París-Tombuctú, y que nunca le devolvieron. Y tenía una pena en el alma por eso. Era un hombre apegado a su memoria, tan plena, a los objetos que la despertaban, las cabezas de rebeco que le entregaban como mejor escalador en las etapas de los Alpes de sus Tours, el Galibier, el Télégraphe, Granier, Sestriere. Y, siempre, delante, la sombra de Bahamontes, que, este sí, había ganado el Tour, y sus envidias y celos por el desparpajo del jovencito que también fue tres veces rey de la montaña, el trono favorito del Águila de Toledo, 93 años ya, y se apaga. Y las carreras de rallies con su BMW por Gredos, y el día que aparece entre ellos un chavalillo de cerca del Tiemblo y les ridiculiza a todos, y así lo contaba Julio, siempre admirador del gran talento de todos los demás, nunca envidioso. “Y por la Plataforma de Gredos se pasó un día Carlitos Sainz con su pandita, y nos dejó con la boca abierta…”

Así era aún, hace unos meses, Julio Jiménez, ciclista, conocido por los aficionados de aquella España de los años 60 como El relojero de Ávila, porque, antes de hacerse amigo, y rival en el Tour, de Anquetil, de Simpson, de Poulidor, de Federico, antes de ganar en el Puy de Dôme, en el Mont Ventoux, había trabajado unos años como aprendiz, y luego oficial, en la relojería de un primo en Ávila. En el taller, para anticipar la alegría y la libertad de su excursiones en bici a Villacastín, movía incansablemente las piernas, rítmicamente, como si pedalearas, arriba y abajo, por debajo de la mesa. Era su primer entrenamiento consciente. Luego trabajó de electricista en unos talleres del ejército en el barrio del Pacífico, unas grandes naves en las que las mujeres pedaleaban duro y rápido las máquinas de coser para confeccionar uniformes para los soldados, y guiña un ojo pícaro cuando lo cuenta, y delata su alma de soltero de toda la vida, de mujeriego impenitente, allí, en el taller, los únicos momentos de alegría los vivía cuando le tocaba engrasar los pedales de las máquinas, y se permitía echar una ojeada a los tobillos de las mujeres, y eso ya le llenaba. España, años 50, siglo XX. Un ciclista del que se podría decir que siempre estuvo allí, en los momentos más recordados del Tour en los años 60, pero del que no mucha gente ha oído, con el que se comprende que no siempre la vejez es abandono y que las mujeres son siempre la sal de la vida. Julito fue un mujeriego que nunca se casó porque, dice, su madre, Goya, con la que vivió hasta que ella murió, a los 90 años, nunca habría aprobado las mujeres con las que le gustaba pasar las noches.

“El comienzo fue con un equipo de Madrid con Rogelio Hernández, un equipo que se llamaba la Guardia de Franco, maillot azul oscuro con el águila. Y un tal Crespo, que sería del Frente de Juventudes, nos gestionaba. La Vuelta a Andalucía, la Bicicleta Eibarresa. Daba un telefonazo a la organización y unas órdenes. Un coche para las ruedas de los chavales. Iba con nosotros Luis Pinel, uno que hacía de director, un chico que era practicante y ponía inyecciones. Fuimos a una Vuelta a Andalucía, y por poco la ganamos con Antonio Jiménez Pareja, que vivía en el Puente de Vallecas y se dedicaba a hacer los maillots con máquina de tricotar. Todos contra nosotros y no podían quitarnos el maillot…”, cuenta Julito, porque Julio Jiménez, tan querido, siempre fue Julito. “Así empezamos a hacer nuestras cosillas. Y una Vuelta al Sureste, que salía de Murcia y acababa en el Retiro de Madrid. Tengo de aquel día una foto con Bernardo Ruiz, que ganó esa carrera y se retiró. Y al año siguiente fue director. Lo mismo me pasó con Miguel Poblet, que ganó una Volta y se retiró. No teníamos equipo y nos cogía sueltos la organización. Fuimos Catigene, y con la publicidad se crecieron. Y para el 62 elegí, y me equivoqué pensando que era más internacional, el Faema. Debuté en Tour del 64, con 29 años, cumpliendo 30 en octubre. Perdí mis mejores años. Tendría más fuerzas para atacar, aunque me faltaría fondo para las etapas de más de 300 kilómetros que había entonces. El equipo en el que más a gusto me encontré fue en el Bic. Si voy dos años antes allí, a mí me hacen el mejor. Era el Bic de Anquetil, de Geminiani…”

Julio Jiménez
Julio Jiménez, tras una victoria en Eibar en abril de 1965.EFE

El ciclismo de los años 60, de antes de Merckx, era solo el Tour y era Anquetil, y la década se resume en dos grandes historias, la del gran duelo Anquetil-Poulidor en el Tour del 64, el pánico amarillo de Anquetil en el descenso del Envalira desde Andorra, el mano a mano de los dos ídolos franceses en el volcán del Puy de Dôme, y la de la muerte de Tom Simpson en el Ventoux de 1967. Y en ambas historias, Julio Jiménez, actor y testigo, estaba allí. Ganó la etapa del Envalira del pálido Anquetil; ganó la etapa del Puy de Dôme, por delante de Bahamontes, y se llevó la bonificación que habría dado a Poulidor un maillot amarillo que nunca vistió. Y antes de que se derrumbara y muriera allí, sobre el asfalto caliente del Ventoux, junto a las piedras lunares, desoladoras, Tom Simpson, Julio Jiménez había pasado por allí, silbando, para ganar la etapa.

Pero más que a las mujeres, que a su madre, que a la bicicleta, Julito amó a Jacques Anquetil, que le enseñó a vivir. “De entrada nos caímos bien, sobre todo porque Janine, su mujer, me apreciaba mucho. Ella reservaba el hotel y yo iba siempre con ellos. Encargaba comidas, cenas. Eso fue en el 67 y en el 68. Con Bic habría ganado fijo el Tour del 67, que tuve que correr con la selección española, un caos de egoístas”, cuenta Julito. “Ni loco le habrían dejado coger siete minutos a Pingeon… La prensa francesa le atacó mucho a Geminiani porque hacía tirar a Aimar a veces para ayudarme. Llevaba el Francia B, y veía a Saura, el seleccionador español, y le decía que había que tirar, que se iba Pingeon. Y al francés que me ganó el Tour le ayudaba como un loco Ginés García, de Murcia. Tiró a morir, y luego le pillamos medio muerto, y, digo, joer, haces una escapada para luego quedarte Y también me hizo la putada Manzaneque… Si Fernando me espera en los Pirineos, en Luchon, le quitamos el maillot a Pingeon. En la reunión de la noche anterior quedamos en que arrancaría pronto Fernando y como tenía media hora perdida le dejarían los franceses sin problemas. Y como era una yegua que tira, empezó a sacar tiempo y tiempo, maillot virtual, de la etapa, 20m, y cuando pasa Serra y le dice que ya viene Julio solo --yo había atacado en el segundo puerto, y quedamos en que me esperaría Manzaneque para los últimos 50-60 kilómetros--, este dijo: Los cojones, yo, a ganar la etapa… Y nos llevábamos bien… No eran envidias, cada uno iba a hacer su carrera para quedar bien y ser el héroe de su pueblo y ganarse sus critérium. Eso es lo que yo vi. Yo no me llevaba mal con nadie, pero ninguno me echó una mano. Si Fernando, ese día, me espera, en el llano antes del Portilhon, con el equipo francés tirando a muerte detrás, saco más, y aun y así saqué tres minutos y llegué al Puy de Dôme con dos minutos de retraso solo. El que más me ayudó fue Gimondi, más que los españoles”.

Anquetil, Jeanine, y Annie, la hija de Janine con su primer marido, hacían el triángulo de los critérium, ostras y champagne, y Julio con los tres descubre en Francia la libertad que en España se les niega a todos, la alegría, el sexo. “Solo bajaba a España cuando tenía un mes seguido parado. Como el equipo de Geminiani fue luego Ford, yo compré un Ford, porque tenía un 1.500. Me hicieron un descuento. Era un Taunus grande, el 20, de seis cilindros. Yo quería el Mustang, como Anquetil, pero Geminiani me dijo que no, que en el Mustang ibas en el suelo incomodísimo. Y en los critérium Anquetil iba en el Mustang y yo llevaba a Annie conmigo en el Ford, a la hijastra. Eso hice mucho”, recordaba Julito en una de las últimas conversaciones. “Luego pasamos a ser Bic y vendí el Taunus y compré un BMW en Clermont Ferrand. Ya me tocaba disfrutar, porque nos dábamos unas palizas de 800 kilómetros al día. Y no había autopistas…”

Lejos de las autopistas, al salir de lavar el coche, en un despiste del conductor, Julio Jiménez, el corazón un poco cansado, el ánimo siempre alegre, murió una noche calurosa de Ávila, cuando el Tour se acerca.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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