

Como siempre, lo de siempre
A las siete de la tarde, como hacían los marineros viejos cuando buscaban excusas para no salir a faenar, me puse a consultar el parte meteorológico en París, por lo que pudiera pasar

Qué hermoso lo que sucedió antes del partido. El antimadridismo, esa corriente de pensamiento tan minifundista, y a menudo guerracivilista, se unió en una comunión como pocas veces se ha visto desde que el color inundó los televisores y las redes sociales nos interconectaron por los pies, quizás porque lo sucedido este año nos ha enseñado a luchar de otra manera. Atrás quedaron los viejos axiomas del franquismo, los arbitrajes, la potra proverbial y demás disculpas de mal pagador que no nos hacían ningún bien. La mañana había amanecido soleada pero cargada de desesperanza, que es el clima idóneo para animarse los unos a los otros sin insuflar más ánimo a un equipo que trafica con el odio ajeno y se nutre de él. Llegados a este punto, por tanto, ya nadie podrá reprocharnos el no haber hecho todo cuanto estaba en nuestras manos para debilitar a la bestia.


Y al hilo de todo esto, ahí va una confesión: a las siete de la tarde, como hacían los marineros viejos cuando buscaban excusas para no salir a faenar, me puse a consultar el parte meteorológico en París por lo que pudiera pasar. Pero nada: ni una triste alerta por tornados, huracanes, lluvias torrenciales o cualquier otro fenómeno extremo que pudiese poner en solfa la disputa del partido.
También fantaseamos con la erupción de un volcán en Yellowstone que, al parecer, amenaza con tapar el sol y fulminar cualquier forma de vida sobre la tierra, especialmente la humana. Era una opción plausible: la del aplazamiento, la de la extinción… ser antimadridista también consiste en jugar con las ilusiones, no dar nada por sentado salvo las paradas de Courtois, que siempre llegan y deciden. Nuestra perversión, sin embargo, no llega a los niveles de algunos aficionados del Everton que montaron una falsa agencia de viajes y consiguieron, de semejante manera, que un buen número de hinchas del Liverpool se quedaran sin viajar a París para ver el partido: tomamos nota.
Los que fueron la liaron bien, como se espera de esta gente desde tiempos inmemoriales. Miles de aficionados ingleses pretendían colarse sin entrada, con el consiguiente problema de seguridad y un retraso que ahondó en nuestras esperanzas, las antimadridistas, de que el partido se suspendiese para no jugarse jamás. Pero se jugó. Y lo que vimos se pareció, desde el minuto uno, a lo que siempre tememos: que el rival sea superior, que el portero sea el mejor, que al Madrid se le acumulen los problemas para espantárselos de un sopapo y de repente, sin avisar, como esos vecinos espantosos que siempre te sonríen en la escalera y luego van colgando cartelitos en el ascensor porque, dicen, haces demasiado ruido cuando practicas sexo. Buscar razones que expliquen sus victorias es como buscar el Bosón de Higgs, la partícula de Dios.









































Se debe valorar la labor del antimadridismo en este espectáculo de masas encontradas que es el fútbol, y que necesita de la rivalidad bien entendida para sentirse vivo. En un mundo ideal, las aficiones alternativas saludarían al campeón y el papa Francisco saldría al balcón de San Pedro para felicitarnos a todos. Pero el fútbol no es eso. Ni la religión tampoco. Y con el debido respeto, que es la fórmula elegida por las grandes familias del hampa para cantarse las cuarenta, por fin toca decir que tan honesto es celebrar los triunfos propios como las derrotas ajenas: aunque hoy no haya ocurrido precisamente eso, aunque hoy haya vuelto a pasar lo de siempre.
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