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El renacer de Remco Evenepoel en la Lieja-Bastogne-Lieja

Victoria en solitario en Lieja del prodigioso ciclista belga que se impone a un pequeño grupo en el que llega Valverde, séptimo en su última Decana

Carlos Arribas
Evenepoel cruza ganador la meta de la Lieja-Bastogne-Lieja ante un activista contra el cambio climático.
Evenepoel cruza ganador la meta de la Lieja-Bastogne-Lieja ante un activista contra el cambio climático.Olivier Matthys (AP)

Último domingo de abril. Campiña belga. Valles verdes. Chimeneas de viejas fundiciones apagadas. De Lieja a Bastogne, en el sur, y vuelta a Lieja. 257 kilómetros. Más de seis horas y diez minutos. Tres momentos. Dos gritos. Un chirrido. Corazones a 200. Y un relámpago.

Un personaje. Un niño que crece y llora en la meta en el regazo de su madre amantísima, rodeado del alborozo de miles de aficionados, compatriotas belgas que recuperan la fe perdida en el prodigio. Y llora, mocos y todo, su padre en su hombro, que abraza.

Remco Evenepoel. Dorsal 13. 22 años y toda una vida por detrás. Crisis físicas y morales. Insultos de Merckx y los santones del ciclismo belga que desprecian su, dicen, falta de humildad, falta de respeto a sus mayores, a sus tradiciones. Y un monumento. “Ha sido el mejor día de mi vida sobre una bicicleta”, dice el fabuloso corredor, que gana la Lieja, la más antigua de las carreras, y se corre desde hace 130 años, en su primera participación. “El día perfecto para estar mejor que nunca. Soy el mejor Remco de nuevo”. El niño prodigio is back. Renacen su fama, sus maneras, sepultadas los dos últimos años por el brillo descarado de Van Aert, Van der Poel, Pogacar… Renacen la fe y la esperanza. El ciclismo de la fantasía, la pasión de siempre, la generosidad, encuentra su sentido. Ninguna crisis dura toda la vida.

Un momento. La caída. Desciende rápido el pelotón de la cuesta de La Haute Levée, la sexta del repertorio de 10, camino del col de Rosiers, el único puerto de montaña de toda Bélgica. Bajan a 70 por hora, dicen los expertos que comentan la carrera, quienes, de golpe, cambian el tono, dejan de hablar, voz plana, del gran trabajo de Luis León Sánchez en la cabeza para exaltarse alarmados y casi gritar. Pánico. Una gran caída corta el pelotón en dos. Imágenes de helicóptero. Más de 20 corredores rotos, y sus bicis, por las cunetas. Los viejos ciclistas hablan del ruido, del infierno, de cuadros de carbono que explotan, de neumáticos que revientan, del olor de las frenadas, del chirrido de los neumáticos. Y hablan del silencio que aterroriza cuando el mundo se para. El silencio lo rompe un grito. Es Romain Bardet, el francés que llega de ganar el Tour de los Alpes y levanta la mano con urgencia, y señala un foso hondo, un tocón de árbol recién talado, otro árbol en la orilla, una bici, un ciclista que se mueve poco a poco. Es Julian Alaphilippe. Son su casco y su maillot de campeón del mundo. Y Bardet, su rival, su amigo, que podría seguir en carrera, elige bajar, descender al foso, ayudar a Alaphilippe, otro ciclista. Una ambulancia se lleva al hospital al campeón del mundo. Está consciente, dicen en su equipo, el Quick Step, que informa de que al gran favorito de la carrera le duelen mucho la espalda y un hombro, pero que se mueve.

Momento dos. 30 kilómetros para la meta. En la cota de Desnié Mikel Landa y sus amigos del Bahrein han agitado al pelotón, que se mueve acelerado, sin respiración, y acelera más aún para ascender, y así, a toda velocidad, y las piernas les duelen como demonios a los ciclistas, alcanzan la pancarta de La Redoute, o más precisamente, los primeros metros en falso llano que siguen a la cima de la cota que hace desde 1975, cuando fue incluida en el trazado, a los campeones de la Lieja. Algo así como el Izoard del Tour o el Stelvio del Giro. La rampa en la que sueñan los niños belgas que no tienen el corpachón inmenso de los campeones del pavés, los de huesos pequeños y ligeros que no sueñan con ser percherones que aplastan los adoquines a su paso, que solo aspiran a ser pajaritos, aves, y volar, como vuela Evenepoel que sigue todo el tiempo la marcha caracoleante, la cabeza de acá para allá, de su compañero abrepista Mauri van Sevenant, y, cuando todos piensan en levantar el pie, coger aire, suspirar y lamentarse de su oficio, de su espalda sale, como el rayo, él, Remco. Persigue a una moto que acelera. Sale tan fuerte que derrapa, que deja un surco en el asfalto negro, que nadie puede seguirle, aunque todos lo intentan. “Tenía ganas de plantar una bomba en La Redoute”, dice. “He sufrido luego con el viento de cara. Me costaba mantener el ritmo, pero sabía que los que me perseguían también sufrían”.

Evenepoel es el líder del Quick Step. Actúa como líder. Hace lo que habría hecho aunque el otro jefe del equipo, su cómplice Alaphilippe, no estuviera en el hospital. Quiere ganar. Busca la soledad deseada de los campeones. El único modo que conoce para hacerlo, el método que lleva su nombre desde que lo patentó a los 19 años cuando ganó la Clásica de San Sebastián y dejó boquiabierto al mundo, es acelerar lejos y convertir las carreras en una contrarreloj, su fuerza, su moral. Como temía Valverde, como temía Van Aert, los dos maestros de la táctica y la espera, cazadores en emboscada, y a ellos es a los que más rompe el ataque lejano, a 30 kilómetros, del niño belga, la ausencia de Las Fraguas antes de la última cota, la de la Roca de los Halcones, favorecía ataques de los que no les gustan.

“Yo no quería moverme”, dice Van Aert, el otro rey de todos los belgas que no perdona a Evenepoel sus ataques locos que, sigue pensando, le costaron a él el Mundial de Lovaina. “Yo esperaba a la Roca de los Halcones Subimos muy rápido y, cuando cambió Remco al final de La Redoute, todos rodamos detrás de él, pero no le hemos podido alcanzar. Remco ha sido el más fuerte. Chapeau”.

Van Aert, Valverde, todos los que se quedan mirando la estela de Evenepoel que se aleja, solo piensan entonces en llegar con fuerzas al sprint por el segundo puesto. Todos saben que un grupo de campeones nunca será capaz de ponerse de acuerdo para alcanzar a un fugado. Van Aert pierde el sprint ante su compatriota Quentin Hermans. Llega tercero. Valverde, desbordado y encerrado, acaba séptimo su última Lieja tras Daniel Martínez, el ganador de la Vuelta al País Vasco, Higuita, ganador de la Volta, y, again, como en la Flecha, Teuns. Es el décimo top ten en 16 participaciones en la Decana (y cuatro victorias, y cuatro puestos más en el podio). El lunes 25 cumple 42 años, 20 más más que Remco, el niño prodigio que podría ser su hijo, y que para demostrar que ha renacido se reserva para él un momento, a un kilómetro de los muelles fluviales de Lieja, donde llega solo. Mira a la cámara de la moto que le acompaña y levanta un dedo de la mano izquierda y se señala la cabeza. No se pavonea de su inteligencia. Solo recuerda a todos los que han dudado de él que él también piensa, que no es un demagogo de ataques espectaculares y baldíos. “He sufrido mucho moral y físicamente el último año”, dice luego a quienes quizás no recuerden cómo su carrera estuvo a punto de acabarse antes casi de empezar tras una pavorosa caída en agosto de 2020 en la que se destrozó la cadera en un descenso en Lombardía. Y cómo su cotización continuó descendiendo con el error que cometió al correr el Giro pasado sin estar en forma, y las críticas de Merckx a su insolencia. “Solo quiero dar las gracias a todos los que han creído en mí en los días en los que tantos dudaban”.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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