La Quinta de la Democracia
Todavía quedamos algunos de aquellos niños agraviados incapaces, todavía, de perdonar a la Quinta todo el terror infundido
Ver a Isabel Díaz Ayuso rodeada de la Quinta del Buitre me recordó a cierta tarde en que descubrí a la profesora de religión fumándose un pitillo con la pandilla de matones que me amargaba los recreos. Se te junta todo en esos momentos: cierta sensación de indefensión, sentimientos encontrados hacia una mujer que está claramente fuera de tu alcance, las ganas de fumar, de crecer, de interponer tu primera demanda judicial y emigrar, después, a la Argentina… Todo eso y mucho más volvió a mi cabeza al contemplar la imagen de la presidenta de la Comunidad y los quintos del Apocalipsis, homenajeados con todo merecimiento en un Madrid que les debe tanto como a Sabina, Garci o Almudena Grandes, por decir solo tres grandes nombres casi al azar: si alguien cree que deberían ser otros tres –o incluso cuatro– ahí les dejo, a su entera disposición, la sección de comentarios.
En aquellos días poco sabía yo sobre Madrid que no tuviese que ver con el fútbol. Había un gran museo –o dos, si contamos el de cera– y un reloj de agujas, coronando una plaza patrocinada por Tío Pepe, que daba cuartos y campanadas una vez al año (y era muy importante diferenciarlos para no cargarse la siguiente cosecha de albariño). Sabía que tenían un río, el Manzanares, al que, imaginaba, iban los balones que despejaban aquellos centrales desacomplejados del Atleti y algún que otro tobillo extraviado. Tenían un tren subterráneo, como el de las pelis de Kurt Russell, al que llamaban Metro, y una estatua dedicada a la diosa Cibeles donde los futbolistas del Real Madrid hacían un poco lo que les daba la gana cuando celebraban la Liga, que era casi cada año. Ahí me entraban unos ataques de civismo que no sé cómo no inventé Podemos Kids o algo por el estilo, indignadísimo con el maltrato que aquellos bárbaros momificados en bufandas dispensaban a una fuente tan bonita: la felicidad, entonces, era la noticia de que Sanchís o Butragueño –me lo invento– le habían partido un brazo a la diosa y así tener una buena disculpa para ponerlos a parir el resto de verano.
Todavía quedamos algunos de aquellos niños agraviados, casi todos orillando los cincuenta pero incapaces, todavía, de perdonar a la Quinta todo el terror infundido. Mi amigo José Manuel, por ejemplo, periodista de raza y centinela primero de la Democracia, con mayúscula, ni siquiera es capaz de comprender que los sentimientos del Camp Nou hacia Míchel hayan cambiado. Por más que le pese, el madrileño ya no es aquel ogro esbelto que encendía las gradas del Estadi con medio pecho saliéndole por el cuello pico de la camiseta. El paso del tiempo, la eclosión del cruyffismo y una honestidad a prueba de bombas, lo han convertido en un tipo respetado, incluso diría que querido, para una parte de la afición del Barça que aprendió a perdonar afrentas a medida que se le iban llenando de trofeos las vitrinas. Pero a José Manuel no le vale nada de esto, no: él niega la mayor y sigue considerando al número 8 un enemigo a abatir, al menos figuradamente.
Yo, en cambio, sí he pasado página. O creía haberla pasado hasta que me topé, de pronto, con la foto de los cinco canteranos del Madrid y la canterana de Esperanza Aguirre, todos juntos, en comandita, felices y contentos por reconocerse como fuentes inagotables de tormento. Es un alivio saber que, cuando alguien te dice aquello de que “el Real Madrid siempre vuelve”, ya no se refiere a estos cinco… Y con Ayuso, qué se yo: pregunten a quienes se ocupan de mantener en pie a la Democracia, incluido mi amigo José Manuel.
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