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La Clásica de Jaén Paraíso Interior, recién nacida y ya carrera antigua

El kazajo Lutsenko se impone en Úbeda en la primera edición de un circuito español a la italiana, con duros caminos de grava entre olivos trufando su recorrido

Carlos Arribas
Lutsenko, al ataque en la grava entre los olivos de Úbeda. Wellens queda distanciado.
Lutsenko, al ataque en la grava entre los olivos de Úbeda. Wellens queda distanciado.Luis Angel Gomez / SprintCyclingAgency (SprintCyclingAgency©2022)

¡Ping, ping! José Luis Arrieta mira el móvil y comprueba que José Luis Laguía le ha enviado una foto. Reynolds 1983. Laguía, y su pelazo impresionante, Perico Delgado, el salvaje Ángel Arroyo… Vísperas del Tour de 1983. El Reynolds debuta en la gran carrera. Es el inicio del camino que abre el equipo de José Miguel Echávarri en el gran ciclismo mundial, y lo reconoce inmediatamente Arrieta, que solo 10 años después entró en esa pequeña historia, cuando la cosa se llamaba Banesto, y estaba en su esplendor Miguel Induráin, y allí estuvo hasta hace nada, director de Nairo y Valverde en el modelo Movistar, que prescindió de él, y hoy está en Baeza y también en Úbeda, y en los caminos que los unen, en las cunetas, donde su hijo Igor, ya ciclista, ya en el mismo camino que nunca acaba, el de Laguía, Arroyo, su padre, participa en la llamada Clásica Jaén Paraíso Interior, una carrera que nace, y sale de la puerta del instituto por la que hace más de 100 años salía a caminar Antonio Machado, de Baeza donde enseñaba francés, a Úbeda, su camino entre olivos. Nada nace de la nada, todo sigue una línea, nace de lo que nació también, no solo el ciclismo, también la vida.

El ciclismo antiguo se disputa en los caminos viejos, de gravilla roja (ahora los llaman sterrato), y no tienen que ser pruebas centenarias para nacer pruebas heroicas, de los tiempos en que se corría por hambre o por amor, para convertir a los ciclistas de ahora, tan modernos, tantos potenciómetros, pulsómetros, cálculos y entrenamientos científicos, en pequeños héroes, solitarios, empeñado cada uno en su propio desafío contra sí mismo, y maldiciendo todos los caminos, que se empeñan en presentarse siempre cuesta arriba, y resoplan en las pendientes a cámara lenta, y ya no hay pelotón, no hay posibilidad de ir a rueda, de reservar fuerzas, de aprovecharse de otros, sino voluntades solas y torturadas, y por Úbeda, la primera de las tres veces que pasan los ciclistas por la meta, junto al Parador renacentista, cinquecento, pasa el primero Arrieta júnior, tan niño, 19 años, tantas mataduras en sus rodillas huesudas, finísimas, tan feroz su determinación de ser él mismo y que todos lo sepan. Le anuncia, al fondo del valle --paisaje de western, paisaje que tanto alaban cuando es su Toscana los italianos que reinventaron el ciclismo con su Strade Bianche, la clásica que todos adoran y acaba en Siena, al final de una cuesta--, la nube de polvo que levanta su bicicleta. Poco después, pasado el pavés, pasadas las primeras cuestas empedradas, a Arrieta la comen los más fuertes. Él resiste. Cede finalmente. Quedan 40 kilómetros.

Igor Arrieta, en los caminos entre Baeza y Úbeda.
Igor Arrieta, en los caminos entre Baeza y Úbeda.Luis Ramón Gómez Arrojo

Úbeda se ve a lo lejos desde el mirador de Baeza, y sus calles con mandarinos, a la espalda la catedral, entre callejones de piedra, y dos palmeras, las dos únicas que sobreviven al picudo, la plaga de escarabajos depredadores; catedral; al frente, Sierra Mágina imponente; a la izquierda, la ciudad y sus cerros; por todas partes, olivas, 66 millones de olivas, y cruzando de lado a lado la línea del Guadalquivir tan jovencito, y los chopos en sus riberas. Juanjo, uno del pueblo, se ofrece a hacer de guía turístico, y lo primero que hace es dar una lección. “Y esto es una aceituna, no una oliva, como oigo decir a todos. Las aceitunas son el fruto y olivo, en singular, olivas, en plural, son los árboles. Y se varean las olivas, no las aceitunas”, dice, y da sentido a todo su discurso señalando una gigantesca aceituna picual hecha de metal, y es dorada, y es el trofeo que levantará Alexey Lutsenko, el primer ganador, 200 kilómetros después, puertos, Cazorla, parques húmedos, las fuentes del Guadalquivir en Quesada, cinco horas más tarde, pasada la última cuesta de pavés de Úbeda, que es una capital renacentista, tan italianizante su paisaje. Llegado de Petropavlosk, un destructor, ha destrozado a todos Lutsenko, del Astana, un kazajo tremendo, duro como las piedras, de un país tan antiguo como el ciclismo antiguo, como la clásica de los olivos de Jaén, Le Strade Olive, podría ser, que siendo una recién nacida ya es una carrera antigua.

Unos minutos más tarde, 5m 21s exactamente, en el puesto 23º (terminaron 44, la tercera parte de los que empezaron, tan duro fue el día, y el viento entre los olivos), termina Arrieta el camino que ha hecho a pedal con salvaje voluntad, negándose a ser domesticado. Seguramente, Juanjo, el guía improvisado, habrá visto lo suficiente para adoptarlo como ídolo. Él también recorre su camino. “Soy un loco del ciclismo”, dice. “Veo todo lo que puedo. Me aficioné hace mucho, me hice de Ángel Arroyo cuando triunfaba en el Tour del 83, y no he parado”. Y frente a la fachada serena, limpia, del parador de Úbeda, antiguo, el círculo no se cierra, se amplía más, se alarga, y abarca todo., podría ser, que siendo una recién nacida ya es una carrera antigua.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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