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Julia Vaquero: “Estoy descubriendo las caricias”

La exatleta, retirada por problemas de salud mental, se decide a contar su calvario personal

Julia Vaquero
Julia Vaquero, deportista veterana, en A Guarda.OSCAR CORRAL

Su rostro luce aceitunado, tamizado por las horas de entrenamiento a la intemperie y más ahora que ha descubierto que también se le da bien la bicicleta. Menuda, hiperactiva, habladora, no se lo pone sencillo al fotógrafo, que necesita que se concentre unos instantes para reflejar su lucha interior en unos retratos que brotan entre empellones. Julia Vaquero (Chamonix, Francia, 51 años) quiere hablar y pide que, de alguna manera, le ayuden a ordenar su mensaje. “Hazme preguntas porque me voy por las ramas”, sugiere. Pero antes de que se le plantee cualquier cuestión ya se le vienen a la cabeza varias ideas y las lanza como si fuesen racimos. Entre medias desliza alguna confesión que hiela la sangre. “Estoy descubriendo las caricias”, dispara. Tiene una historia que contar, cruda, dura y con un final por escribir, la de una niña que empezó a correr para olvidar y que, ya mujer, no olvida por qué corrió. Su récord de España de los 5.000 metros cumplió el pasado verano, sin que nadie lo haya rebajado, un cuarto de siglo.

Vaquero, ahora cincuentona, ha vuelto a calzarse las zapatillas. Hace tres semanas fue aclamada en Lugo tras ganar una carrera máster (para mayores de 35 años) de cross, la especialidad en la que siempre se sintió más cómoda y en la que fue siete veces campeona de España, una disciplina en la que firmó un cuarto puesto en el memorable Mundial de 1997 en Turín, cuando ella y la británica Paula Radcliffe miraron a los ojos a todas las africanas. Aquel día acabó cuarta a un segundo de la campeona etíope Gete Wami. En la pista también brilló al más alto nivel. Un año antes había sido novena en el 10.000 de los Juegos de Atlanta. Y en 1999, en el Mundial de Sevilla acabó sexta en el 5.000. Este jueves, tras un entrenamiento en bicicleta se sentó ante una infusión de jengibre en una terraza de su pueblo, A Guarda, en el confín en el que el Miño vierte en el océano y marca frontera entre España y Portugal. A unos pocos metros una placa da su nombre a una calle a la que, no hace tanto, le daba vergüenza salir. Sigue tratamiento con un psiquiatra y se rebela ante un pasado diagnóstico de bipolaridad y, sobre todo, contra una relación de pareja que prácticamente la arrasó. Ganó mucho dinero, pero no cotizaba, y hoy sus ingresos mensuales se reducen a una pensión no contributiva de menos de 400 euros.

—¿Le sienta bien contar su historia?

—Sí. No estoy curada. Pero pensé que no iba a estar aquí para hacerlo y quiero contar lo que me ha pasado.

El Comité Olímpico Español le paga un tratamiento en una clínica privada de Vigo, donde se desplaza una vez a la semana. “Me han dicho que tengo dependencia afectiva y baja autoestima”, explica. Los pocos recuerdos gráficos que guarda de la infancia muestran una niña regordeta y risueña que se crio con su abuela. Los padres, emigrantes, regresaban por temporadas al pueblo. “No era una familia estructurada”, reconoce Vaquero, a la que la vida se le empezó a partir cuando la llamaron para reconocer el cadáver de su padre en una playa próxima al pueblo. “Yo tenía 12 años. Apenas lo conocía, tenía problemas de ludopatía, necesitaba dinero para jugar y sabía cosas sobre contrabando de tabaco. Se fue de la lengua y lo mataron. Era un 5 de enero y lo enterramos en Reyes. No volví a celebrar esas fiestas. Fue traumático. Nos quedamos sin nada”.

A los 12 años tuve que reconocer el cadáver de mi padre, al que mataron

A Julia los libros le sirvieron como refugio y le dieron una formación y una titulación como integrante de la segunda promoción del INEF gallego. “Sacaba unas notazas, pero mi madre me decía que tenía que trabajar en las leiras [terrenos de labranza] o como empleada de hogar. Y yo sentía que podía aspirar a más. En el instituto se organizaban carreras y sentí la necesidad de correr”, recuerda. Con 14 años ganó el campeonato provincial, luego el comarcal y el gallego. La mandaron a Extremadura al nacional —”yo no quería ir”— y lo ganó. Marzo de 1986. Aquella niña entró de pronto en el radar de los mejores entrenadores del país. Y nada más meterse en el mundillo conoció a un atleta del Celta cinco años mayor que ella. “En casa no había ni afecto ni cariño, solo cama y comida. Y encontré una válvula de escape”.

Ahora, cuando mira hacia atrás, Julia Vaquero habla con rencor de aquella relación que se prolongó más de veinte años y que todavía le marca a fuego. “He ido a terapias para superar la rabia y el odio”, reconoce. Aún no olvida. “Era ingenua y manejable. Tras acabar la carrera trabajé un año de profesora, pero luego solo entrenaba, comía y dormía”. Firmó papeles que no debía y nunca tomó sus propias decisiones. “Mi exmarido pautaba mi vida y hasta me dijo cuándo tocaba casarme. También mi entrenador enfocaba cuál era el mejor momento para quedarme embarazada porque luego podría volver y tener más resistencia”. Tuvo una hija en 2002, cuando pugnaba por un regreso a la postre frustrado. Antes había estallado, casi literalmente, a finales de 1999, tras los fastos del Mundial de Atletismo celebrado en Sevilla. “Llevaba ya años, desde Atlanta, en los que masticaba la comida y la echaba fuera. Mi marido me llegó a vaciar la nevera y me llamó viciosa. Estuve 10 años sin que me viniese la regla y me decían que era normal”.

Aquella epopeya con las etíopes en Turín tenía una cara b. Pero Vaquero se callaba y cuando se le caía alguna lágrima y alguna compañera le preguntaba, daba largas y se encerraba en sí misma. “No sabía que estaba siendo maltratada y a nivel federativo no planteé nada porque tampoco sentía que hubiese quien me pudiese ayudar. Me lo comí todo y sola”. La psicología deportiva estaba en pañales en España y aquella atleta gallega se quedó en su esquina, controlada, dice, por un entorno posesivo y dominador. Incluso cuando hace catorce años se divorció, y olvidó las palabras de su abuela que la educó con el dictado de que “un hombre era para toda la vida”, pasó un tiempo bajo el mismo techo que su exmarido. “No me atrevía a otra cosa, me daba miedo”.

Mi exmarido me llegó a vaciar la nevera; estuve 10 años sin la regla

La terapia llegó tarde y con un peregrinaje por tratamientos que no resultaron. “En 2019 me ingresaron a la fuerza porque no me tomaba la medicación. Jamás sentí tanta vergüenza, pero había engañado a la psicóloga porque quería desengancharme de las pastillas. Notaba que con ellas se me iba la vida”. Dice que lo acabó logrando por la rabia que sintió hacia quienes propiciaron ese ingreso. Lo hizo a pelo, encerrada en la habitación de un hotel. “No podía pagarlo”, reconoce. La cuenta la abonó la Federación Gallega de Atletismo. “Fue durísimo. Imagino que algo así les pasa a los que quieren dejar la droga, la cabeza te va por un lado y el cuerpo por otro. Pero me dije que tenía que dejarlo y lo dejé”, describe antes de dejar caer otra motivación para salir de ese bucle: “Había gente que solo me quería ver medicada. Cuando tomas medicación no sueñas”.

Competitiva, autoexigente, perfeccionista, sufridora, Vaquero tomó su última pastilla antes del verano de 2020. En octubre anunció que competiría en un trail, una carrera por senderos, en su pueblo. Entonces verbalizó su gran ilusión, la de correr un maratón. Lo completó en diciembre, en Valencia, de la mano de Franc Beneyto, un entrenador a distancia con el que explica que ha encontrado el afecto que siempre anheló. Y tiene una nueva ilusión, una pareja a la que conoció al día siguiente de que su vigente récord de España cumpliese 25 años. “¡Es que ahora socializo!”, explica.

En casa no había afecto y cariño, solo cama y comida. Me lo comí todo sola

“Mis problemas no los causó el deporte sino mis relaciones, un entorno tóxico al que delegué mi vida”. En Valencia dice que sintió momentos de flaqueza, pero que le fortaleció pensar en quienes desean su fracaso. Todavía, reconoce, no está curada. Por eso todo se le remueve y evita pasar por donde muere el Miño, en el balcón que da hacia la inmensidad de un océano casi siempre bravío. Allí, con el dinero que ganó cuando era una de las mejores fondistas del mundo, se levantó a nombre de su exmarido una mansión de amplios ventanales hacia la eterna puesta de sol gallego. “Nunca viví en ella, ni yo ni nadie. Aquello solo se mantiene con un tren elevado de ganancias”. Dice que fue alguna vez a visitarla cuando estaba en obras y ya sentía que allí no iba a entrar nunca. “Pienso en el dolor de lo que es todo aquello y que ahora vivo en 40 metros cuadrados y no me merezco lo que he pasado, frío o hambre”.

Pero no se rinde Julia Vaquero y regresa a la vida, trata de reconstruirse y vuelve a correr, a pie o en bicicleta, eso es lo de menos. Aún no sabe si se escapa o va al encuentro de algo. “Estas palizas que me pego entrenando son la mejor terapia y lo hago desde la madurez. Tuve una vida de esclava, pero correr sana las heridas y este regreso es también un examen para mí, para saber si soy capaz de gestionarlo todo y no acabar mal. Pensé en el suicidio, pero me faltó valor. Tomé pastillas, pero eran pocas y sabía que no moriría. Me autolesionaba. Ahora sé cual es la diferencia entre querer morir y querer vivir”.

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