Dembélé en la primera cita
Sentarse a negociar tras haber pasado tanto tiempo tumbado exige una actitud decidida en la que el pasado no importe y los méritos se cuantifiquen a futuro
El día de su presentación oficial como nuevo futbolista del Barça, Ousmane Dembélé interpretó un ejercicio de sinceridad que las miradas ilusionadas de aficionados, directivos y periodistas acreditados no fueron capaces de detectar. Mostrarse como un fenómeno del estilo libre en la primera cita no sirve de mucho pero ilusiona, es un buen comienzo, el equivalente futbolístico a la ensalada de bogavante en una cena romántica. A nadie le amarga un dulce. Y mucho menos una buena pieza de marisco con sus brotes tiernos, el guacamole carnoso, la salsa de mango y unas lágrimas de granada. A Dembélé, sin embargo, se le escapó la pelota varias veces, no completó ninguna de las fantasías intentadas, y abandonó el césped del Camp Nou con la misma cara circunspecta del que rompe una botella de vino en El Corte Inglés y sabe que, como poco, lo habrán grabado las cámaras. “Mejor esto que robar unas cremas”, pensaría el francés de camino a un vestuario que ha pisado mucho menos de lo esperado.
Sus números no engañan a nadie, aunque él y su representante se esmeren en aparentar lo contrario. Sentarse a negociar tras haber pasado tanto tiempo tumbado, bien lesionado, bien a la bartola, exige una actitud decidida en la que el pasado no importe y los méritos se cuantifiquen a futuro, como esas cuentas de la lechera que empieza por robar una cabra y termina haciendo quesos en los talleres de un centro penitenciario, junto a otros soñadores de idéntico calibre. Se trata de una cárcel figurada, claro. Y de un supuesto ficticio, como el fútbol de este muchacho al que se le atribuyen grandes condiciones y muy pocas ganas de demostrarlas, al menos por el momento. “Frente al vicio de pedir está la virtud de no dar”, suelen decir los fumadores con oficio, los que siempre llevan encima su propio tabaco y no están dispuestos a compartirlo con el primero que les ponga la mano del hombro, que es la antesala de cualquier timo. A eso se deberían agarrar los directivos y ejecutivos del Barça si no quieren quedar como unos primos a las puertas de cualquier instituto, cafetería o centro comercial.
Insistir en la renovación del francés, más allá de las motivaciones económicas actuales -ganar espacio en la masa salarial, posibilitar un futuro traspaso que ayude a lamerse las heridas de su fichaje-, no le hace ningún bien al propio Dembélé, que necesita cuanto antes de un baño de realidad para reconducir su carrera y escribir una historia, la que sea, alejada de tiempos condicionales más propios de anuncios publicitarios que de cualquier otra forma de literatura.
Aquella presentación en sociedad, aquel espectáculo dantesco de balones perdidos contra la nada, debería ser suficiente motivo para acusarlo de desidia o sinceridad desbocada, mal habitual entre una generación de redes sociales y comunicados poéticos que asegura ir siempre de cara, con la verdad por delante. Es la misma actitud pasivo-agresiva que tiene mi madre con sus compañeras de gimnasio, a las que llevan más dos meses sin ver por una supuesta lesión que unos días es de codo y otros de rodilla: imposible no imaginarme a los dos como amigos de Facebook o compartiendo, dios no lo quiera, recetas de ensaladas frescas para triunfar en una primera cita.
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