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El nieto de Poulidor cumple con el encargo en su primer Tour de Francia

Mathieu van der Poel ataca en las dos subidas al Mûr de Bretaña, gana la etapa y consigue el maillot amarillo que le había pedido su abuelo

Carlos Arribas
Mathieu van der Poel Tour
Van der Poel señala al cielo, a Poulidor, al ganar la etapa.MICHAEL STEELE (Reuters)

En el hotel, el domingo por la mañana, se oye a Mariza, y Bretaña es un Portugal con iglesias de granito y barcas de piedra, melancólica, cielo gris, océano sin límites, y así lo cuenta la dueña del hotel mientras prepara huevos revueltos, cómo le gusta la niebla del fado. También les pega a los ciclistas que en otros hoteles se levantan el domingo por la mañana, se asoman por la ventana, lluvia tonta, y deciden que estarían mejor en cualquier otro sitio, y recuerdan cómo docenas de ellos terminaron el sábado, haciendo cola en el hospital donde les hacían resonancias y radiografías para ver cuántos huesos se habían roto en las dos caídas tremendas del sábado.

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En la radio suena, como un lamento interminable, música tzigane, los cantos de los pueblos romaníes del oriente, nómadas en caravanas perpetuas como lo son los ciclistas, siempre en movimiento, y las canciones tristes hablan de ellos, y también suena el preludio de Tristán e Isolda. Y si está música le conviene tan bien al ánimo de condenados de los corredores también les dice, les recuerda, que ellos ya no son los protagonistas del Tour de Francia, que la carrera preferiría que sonaran todos los días, a todas horas, La cabalgata de las valquirias y la obertura de Guillermo Tell cabalgando para liberar Suiza mientras el domingo los ciclistas suben y bajan cuestas con el viento tres cuartos de cara como equilibristas por carreteras colgadas sobre los acantilados de la costa norte que sobrevuelan playas heladas y cultivos de vieiras, y hasta la primera tienda de ultramarinos de monsieur Leclerc, el bretón que construyó un emporio de hipermercados a los que ha vestido de lunares como los del maillot de la montaña.

Y que suenen más fuerte aún, claro, cuando Mathieu van der Poel, el nietísimo del ciclismo mundial, se adelanta a todos en el Mûr de Bretaña, una, en el primer paso, y dos veces, en la meta final, y alcanza el maillot amarillo que el domingo, sí, homenajeará a su abuelo, Raymond Poulidor, muerto hace año y medio, que nunca lo vistió, víctima de dos monstruos, Jacques Anquetil y Eddy Merckx, cinco Tours cada uno, detrás de quienes quedó tres veces segundo y cinco veces tercero. Mathieu, tan niño, se emociona y llora a moco tendido. Emoción verdadera, llanto vivo, que las cámaras convierten en espectáculo. Un punto más para el Tour. “Estoy orgulloso, estoy orgulloso, el amarillo en mi primer Tour. Qué foto más bonita se habría hecho mi abuelo con él”, responde luego Van der Poel, de 26 años, y se sigue secando las lágrimas. “Papy me lo había pedido y he llegado tarde para que lo viera, pero he llegado. He tenido que atacar dos veces para conseguir los segundos necesarios. Era mi última oportunidad. El primer día el estrés y la ansiedad me bloquearon, pero hoy me he liberado. Puedes soñar toda tu vida con un guion, pero que ese guion se haga realidad es increíble”.

Detrás, Alaphilippe intenta defender su túnica, pero no puede, y los siameses eslovenos temporizan, se marcan, se desafían, se esprintan en las dos subidas al Mûr por orgullo y por segundos de bonificación, y en ambas gana el joven, Pogacar. Los demás favoritos, en rebaño, a 2s de los eslovenos y a 8s del holandés hijo de una francesa, Corinne Poulidor, que se enamoró de un ciclista holandés, Adri van der Poel, de vacaciones en Martinica. El hijo vive en Bélgica y quiere ganar el oro olímpico en mountain bike. Solo Geraint Thomas, condenado por la aceleración de su equipo para Carapaz, y Superman ceden algo más, 23s.

Tony Martin, el ciclista alemán que llegó limando por la cuneta el sábado para comerse a la nietecita que, de espaldas a la carrera, saludaba a sus abuelitos, la llama estúpida, idiota, sin darse cuenta, quizás, que ella, su estupidez, sus ganas de salir en la tele, o los graciosos que se disfrazan de zanahoria, y la cámara los busca con fruición, les hace estrellas, forma parte del Tour tanto como él, el ciclista al que se aplaude y que, estresado y acelerado por miles de órdenes contradictorias y urgentes que le asedian desde el pinganillo, tanto casi como las tomas aéreas de castillos, catedrales y paisajes que salpican las retransmisiones o como la caravana publicitaria.

El Tour es un show que al día siguiente hace protagonistas a la nietecita, a la madre que salva, por los pelos, a su hijito y a su móvil, lanzándose a un foso, de la furia de los ciclistas abatidos a 60 por hora, al chaval sentado en su bici en la cuneta al que arrollan varios ciclistas despedidos del asfalto como un torbellino. “¡Una matanza, una carnicería!”, vocifera en los periódicos el director del Tour, Christian Prudhomme, que elige bien las palabras más llamativas, más espectaculares, para describir unas caídas que los viejos del Tour, fatalistas por obligación, las dan por descontadas todos los años. Y también los jóvenes, como David Gaudu, bretón caído: “Es triste, pero esta es la ley del ciclismo”.

Otra música suena en los coches de los equipos, donde, en un ritornelo casi barroco que nunca falla desde los primeros días del ciclismo, se oye el lamento de los dueños de los equipos, qué crueldad, algo hay que hacer, el ciclismo camina hacia su autodestrucción, lo de la nieta es una anécdota, no la razón. Así clama Eusebio Unzue, cuyo Movistar perdió en las caídas a un ciclista, a Marc Soler, que se rompió ambos codos, y casi a otro, a Superman López, su líder, que perdió 1m 49s, y vuelve a pedir al ciclismo que permita las sustituciones, como el fútbol, que se deje de tanto espectáculo, que busque fórmulas para encontrar una válvula que libere la presión que no hace sino crecer. Y a los ciclistas les dan cada día bicicletas más rápidas, llantas ligeras, aerodinámicas, cambios electrónicos, con desarrollos que hace nada se consideraban imposibles, 55/10 (12 metros por pedalada) incluso en etapas llanas, con los que se ponen en nada a 60 por hora y a 80 aún pueden seguir pedaleando, y alcanzar velocidades que convierten a las bicis en caballos salvajes, incontrolables. “Suena a herejía”, dice Unzue. “Pero podríamos plantearnos limitar los desarrollos de las bicis, ¿no?” Porque, reconoce, tan importante es el Tour para todos que nadie puede permitirse dejar de acelerarse y entrar en su juego, en el show.

Un espectáculo que solo hacen verdadero Poulidor y su nieto obediente, las vidas y las leyendas con las que el Tour teje su trama y su maillot amarillo desde hace 118 años.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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