Egan Bernal sigue dando duro también de rosa
Etapa agresiva, de ataque puro, del líder del Giro de Italia, que hace entrar en crisis a Remco Evenepoel y aumenta su ventaja sobre todos sus rivales
Un 19 de mayo también, pero de hace 27 años, Luis Ocaña habría debido coger el coche para viajar a Bolonia desde su casa en Nogaro, al sur de Francia, entre viñedos de armañac. Le esperaba el Giro de Italia para comentarlo, para que en la radio diera rienda suelta a su genio, a veces malo, a sus críticas a los corredores modernos, tan cómodos, tan acostumbrados a ir a rueda, tan incapaces de desafiar a los jefes. No llegó a subirse en el coche. Antes, se pegó un tiro a media tarde. Nada complaciente, ni siquiera consigo mismo, siempre insatisfecho, siempre buscando algo más, en busca de un absoluto que solo le dio la muerte, y siempre empeñado en acabar con el tirano Eddy Merckx, Ocaña, de Cuenca, el ciclista español único, habría, seguramente, aplaudido a Egan Bernal cuando, a la vista del primer tramo de camino de tierra y polvo blanco, hace acelerar a sus Ineos gigantes, a Filippo Ganna, siempre.
Se habría visto en él, en el niño maravilla de Zipaquirá que doblega a Remco Evenepoel y aventaja a todos los demás, sin respiro. Y hasta podría pensar Ocaña que un hilo invisible sobre la línea del tiempo le une a él en su hambre, en su deseo, en su insaciable necesidad de ir más allá, de darle más duro, de acelerar en cabeza como hacía Bernard Hinault sus días grandes, y en esos caminos antiguos que no son de tarjeta postal sino de ciclismo auténtico. De ciclismo de ataque. Y llena él solo la pantalla como en las películas del oeste las llenaban cabalgando con un pañuelo en la boca forajidos, cowboys solitarios, un jinete del pony express, y una nube de polvo es su estela. Tubulares de 25 milímetros para Egan, presión de 5,5 atmósferas; más ancha la goma que en los días de asfalto, menos hinchada. Quedan casi 70 kilómetros de etapa. La carrera ya no para. Y no es una lotería, sino una lucha de igual a igual, cada uno con lo suyo. “Me he divertido, me lo he pasado muy bien”, dice Bernal, un niño feliz que ya no teme ni los dolores de espalda, y cada día de Giro es una oportunidad para una aventura.
Todo ocurre a minutos de una fuga de aventureros a los que el pelotón regala un cuarto de hora y de la que surge para ganar la etapa otro fruto de la nueva ola suiza, Mauro Schmid, un chaval de 21 años que empezó con el ciclocross y la pista, busca la felicidad y la libertad sobre una bici y convierte, con su técnica, con su potencia, los caminos polvorientos en madera bruñida de pino siberiano, que es de lo que se hacen los buenos velódromos.
El que ataca viste de rosa, porque es el líder. Quiere más. Corre como si sintiera que en su piel hay una mancha que no puede borrar por más que pedalee, por más que ataque en cabeza, tirando de todos, sin cálculo, adrenalina y emociones, como aquellos que se lavan las manos 20 veces seguidas y siguen pensando que hay un olor desagradable que le revuelve el estómago, y ningún jabón puede borrarlo.
Cipreses gigantes con lacitos rosas en sus troncos sobre sus raíces verticales marcan la curva del camino hacia la colina tan toscana en la que se alza el castillo, y bajo él el pueblo, bodegas y tiendas de vino, y callejuelas estrechas. Los árboles son un visto y no visto. Veloces pasan uno tras otro para el grupo que emprende el descenso del tramo a tal velocidad que Ganna se sale en las curvas, pero pasan lentos, interminables, par Remco, que no es él niño prodigio, sino un ser atormentado que pierde posiciones en el camino tan blanco, y se descuelga con otros favoritos, Carthy, Yates, Vlasov, que no aguantan el frenesí de la marcha. La cabeza no les da para más a todos, y a Remco tampoco le ayuda su falta de experiencia, de técnica de manejo de la bicicleta, su miedo aparente reflejado en una mirada de angustia y enfado. Su equipo, el Deceuninck, se vacía y consigue enlazarlo, y enlazan con él todos los que se sienten protagonistas, y cada uno de los tramos de tierra es como un movimiento de una sinfonía. Al allegro del primero, en el que, contaminados de su entusiasmo, colaboran con los Ineos de Bernal los Movistar de Marc Soler, inmenso entonces, y el guerrero herido Vincenzo Nibali, le sigue el adagio del segundo, una subida dura, en la que el ritmo lo marca Luis León para Vlasov. El scherzo del tercero marca el drama de Remco, su soledad, detrás de todos, dejando que las ruedas delanteras se alejen mientras Moscon acelera delante, y Egan siempre a su rueda. Remco está abatido. Perdido. Desorientado. Se quita con rabia el pinganillo de la oreja porque no aguanta lo que le dicen desde el coche, porque no ve a Almeida, su compañero, que le espera y cuya rueda apenas aguanta. Y pese a todo, pelea y no se deja ir. Es un grande que lucha, Remco, y solo pierde dos minutos.
En el puerto final, llamado el de la Lámpara Apagada (Lume Spento) porque soplaba tanto viento que a los viajeros se les apagaban las antorchas que les iluminaban. Egan, el scherzo del cuarto movimiento, apaga las luces a todos. Ataca ya solo. Destacado. Llega solo. Por delante de todos los grandes, y dice, con la modestia de los campeones después de un recital único, tan cerca del absoluto, “hemos salvado el día”.
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