Riqui the Pooh
Tras marcar el penalti decisivo, Puig corrió eufórico buscando el abrazo de unos compañeros que, trágame tierra, lo recibieron colgados de Ter Stegen

Algo tiene Riqui Puig que alimenta la controversia, un poco como el Luke Skywalker de la primera entrega de Star Wars. El Real Madrid es el Imperio, siempre lo ha sido, y para luchar contra el Imperio (todo se reduce a esto, tampoco nos engañemos) se necesita del concurso de los más fuertes: por eso suelen despertar tanto recelo estos chicos de la cantera con torso de peluche, cara bonita y tobillos de Sargadelos. Que el menudo futbolista de Matadepera lleva la sangre plagada de midiclorianos –ADN Barça, en términos futbolísticos– ni se discute, pero sí todo lo demás, comenzando por unos defectos que los onanistas del “toco y me quedo, toco y me voy” no terminamos de ver, pero que parecen evidentes para el resto de la humanidad, incluidos todos sus entrenadores y varios pesos pesados de la plantilla.
Ayer, tras marcar el penalti decisivo, corrió eufórico buscando el abrazo de unos compañeros que, trágame tierra, lo recibieron colgados de Ter Stegen y sin prestarle mayor atención. Puede que no signifique nada o puede que sí. A veces pasan este tipo de cosas, incluso en las mejores familias: el hermano mayor llega a casa con una docena de sobresalientes, el pequeño balbucea algo que suena a “papá”, y ahí se va la manada en bloque a celebrar la gesta del enano como si hubiera resucitado el latín, que ya habrá tiempo para ignorarlo cuando crezca y se doctore en alguna carrera de Humanidades. Ni a Pablo Casado lo trata con tanta frialdad el sorayismo. Y eso que lo más parecido a un buen partido que se le recuerda al líder de los populares fueron unas fotos en blanco y negro dentro de un cuarto de baño. Por eso debemos convenir que algo pasa con Riqui Puig, algo que no se nos está contando.
Es posible que todo sea cuestión de jerarquías. O de modernización excesiva de los vestuarios, con un modelo que se asemeja más al laborismo –estilo NBA– que a los colectivos familiares del fútbol tradicional. En el deporte americano lleva décadas implantada esta cultura empresarial por la cual los compañeros de vestuario son poco más que la gente del trabajo y el fútbol parece ir por el mismo camino. La otra posibilidad, nada desdeñable, es una atomización de la caseta azulgrana al estilo The Wire, con una banda en cada esquina y los más jóvenes tratando de buscar su sitio en un entorno hostil, similar al de las casas baratas. Le pasó a Bojan Krkic y le puede estar pasando a Riqui Puig, víctimas propicias para quienes entienden que la fama cuesta y a ellos se la han regalado.
La otra opción es la que menos gustará a los entusiastas del centrocampista catalán, yo el primero: sus propios compañeros, que son unos hachas en separar la paja del trigo, han detectado que no hay para tanto y prefieren no encariñarse con quien, entienden, es carne del Sochaux, el Panionios o el Kashima Antlers. No hay más que ver las palmaditas con que saludan cada cabriola de Pedri, o los goles de Ansu Fati, y comparar. Le guste o no, Riqui está en una encrucijada afectivo-deportiva. Y solo el tiempo dirá si termina destruyendo la Estrella de la Muerte –vítores, fanfarria, el nuevo héroe de la resistencia– o con la cabeza metida en el tarro de la miel, como el siempre delicioso pero poco fiable Winnie the Pooh.
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