Tócala otra vez, Job
Imitar al Guardiola futbolista tenía mucho de técnica pero sobre todo de actitud: mi mundo, mis normas
En origen, Pep Guardiola le costó al Barça lo mismo que mi primer coche, un Opel Corsa GT de segunda mano: 500.000 pesetas. A lo largo de nuestras vidas vamos haciendo todo tipo de inversiones, unas con más fortuna que otras, pero la del club catalán con aquel chaval de cejas prominentes, sin físico, ni regate, ni disparo, ni velocidad ni pata dura, bien podría ser una de las mejores que se recuerden en la historia del fútbol. “Era capaz de ver lo que iba a pasar cinco pases después”, explica uno de los invitados en el nuevo documental de Movistar que repasa su carrera como futbolista. Al menos sobre el papel, el Barça había fichado a un adivino, pero por el mismo precio terminó llevándose a un cacique, un modelo, un semental y un arquitecto.
En mi habitación, su poster con el tobillo girado hasta el extremo mientras golpea el balón ocupaba un lugar preferente en la pared de los ídolos, mano a mano con una sonriente Estefanía de Mónaco en bañador. De repente, a los niños sin mayores cualidades futbolísticas que jugar con los ojos abiertos nos había salido un referente, alguien a quien imitar, así que el primer paso consistía, lógicamente, en copiar su peculiar golpeo. Era un gesto completo, que exigía ser perfeccionado delante del espejo, como un bailarín de ballet: espalda recta, hombros altos, bracitos en ángulo recto a la altura de las costillas, como diciendo “ahí la tienes, si te parece fállalo”. Imitar al Guardiola futbolista tenía mucho de técnica pero sobre todo de actitud: mi mundo, mis normas.
Sin apenas darme cuenta, empecé a caerle mal a todo el equipo. “Ocúpate de lo tuyo y deja en paz a los demás”, me dijo un día Serafín Neira, el entrenador, cansado de tantos malos humos y tanto reproche. Nadie me había explicado que la mayor cualidad del metrónomo del Barça era la de escuchar. Aprendía de todo y de todos, su conocimiento del juego brotaba de la comprensión enfermiza de todos los elementos que lo componían. Pero yo solo me ocupaba de clavar su golpeo y dar órdenes, así que a los tres meses me echaron del equipo y traté de hacer carrera en el voleibol: si no podía ser Guardiola, sería Rafa Pascual.
Si el Barça tuviese que calcular el retorno de aquellas 500.000 pesetas no encontraría, hoy en día, ceros suficientes en el vestuario. ¡Y tiene unos cuantos, alguno de ellos a la izquierda! Fue un líder sobre el campo y fuera de él. Puso en el centro del debate aquel régimen de semi explotación que el entonces presidente Núñez aplicaba a los jugadores de la Masía (en lugar de una revisión justa del contrato, los obligaba a pedir perdón) y dejó su semilla plantada en futbolistas capitales como Xavi e Iniesta. Se fue sin esperar a que lo echaran, regresó con la cabeza llena de ideas y nuevas experiencias, aceptó entrenar al filial en Tercera División y apenas dos años después había construido uno de los mejores equipos de la historia del fútbol, “Aquí no te llaman pesetero a la ligera”, me explica con abundancia de sorna un buen conocedor de la piel tan especial que recubre los huesos del Barça. Porque eso también lo ficho el club azulgrana con aquel medio millón pagado en mano al Manresa: a la versión futbolera del santo Job.
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