Maradona, se mire por donde se mire
Daba gusto verlo jugar, pero sobre todo imaginarlo, intuir todo aquello que no le vimos hacer basándonos en el repertorio conocido
“A mí me enseñaron muy pocas cosas. Casi todo lo aprendí mirando”, reconocía el propio Maradona en una de las muchas entrevistas rescatadas por las diferentes televisiones argentinas con motivo de su muerte. Todavía era un joven figurón que esperaba resolver su pase al Fútbol Club Barcelona, rehén de una dictadura militar que terminaría abortando ese primer intento de vestirlo de azulgrana, pero que ya comenzaba a hablar de sí mismo en tercera persona, como si tomar cierta distancia con su propia figura fuese la única manera de soportar el peso que implicaba ser Diego Armando Maradona. Lo hace en diferentes momentos de la entrevista, con el plano cerrándose sobre su rostro para aumentar la sensación de escrutinio: ahora era el mundo quien no podía dejar de mirarlo a él.
“Media Argentina te cuenta que vio debutar a Diego en La Paternal contra Talleres, aunque allí solo había un puñado de miles”, explica Arturo Lezcano. Como periodista le tocó cubrir alguna de las primeras muertes de Maradona a pie de hospital, rodeado de velas, flores, pancartas y una legión de fieles dispuestos a ofrecer su aliento, pero también a completar su relato, el mismo que el propio Diego se encargaba de embellecer sirviendo de antemano el lugar exacto de su hipotético adiós. Y quizás haya sido ese el último de sus grandes regates: morirse cuando nadie le rezaba, en silencio, sin que una voz de alarma desplazara la marabunta hasta las puertas de su casa. Les quedarán –que no es poco– las historias del tablón, las tardes en la cancha viendo a las inferiores, advirtiendo antes que nadie el talento descomunal de aquel muchacho al que Don Francis, su técnico en Los Cebollitas, inscribía con nombres falsos para no llamar la atención de los grandes clubes, y la memoria doméstica asociada a las grandes gestas del ídolo.
Todo el país recordará para siempre dónde estaba y qué hacía la tarde que Dios se disfrazó de Maradona en el Azteca. También los que nacieron después de aquel 22 de junio de 1986, pues no hay nada más argentino que ofrecer mil detalles de lo imposible. Y harán bien. A fin de cuentas, una gran parte del arte maradoniano se expandió por el mundo en diferido, con el fútbol reservando compartimentos secretos que solo se abrían en los estadios, todavía alejado de la dictadura normalizadora de las cámaras: a Maradona daba gusto verlo jugar, pero sobre todo imaginarlo, intuir todo aquello que no le vimos hacer basándonos en el repertorio conocido. Y esa será la verdadera fuerza del relato, la que explotarán quienes tuvieron la oportunidad de verlo jugar en directo y los que simplemente se atrevan a jurarlo.
Todo lo demás, lo que hizo o no hizo Maradona cuando se quitaba las alas, importa un carajo. Nunca pretendió ser ejemplo de nada y nadie debería reprocharle los errores cometidos como primero de los humanos. Decir que no supo digerir el éxito tiene el mismo valor que acusar a Jack el Destripador de no pagar a las prostitutas, símil utilizado por el escritor José Luis Alvite cuando, casi desahuciado por el cáncer, alguien le pedía que dejase de fumar. A Diego ni siquiera le hizo falta leer sus Historias del Savoy para vivirlas en primera persona. Nadie le enseñó nada y por eso fue Maradona tal como lo conocimos, se mire por donde se mire.
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