El día que Rafael era el 761º del mundo
Casi veinte años después de su primer triunfo, mi sobrino jamás ha dejado de aprender. Se trata de eso: de intentar hacer cada día el trabajo que uno ama lo mejor posible
Recuerdo con cierta nostalgia, y como si fuera ayer, el primer partido del circuito ATP que disputó Rafael en el hoy desaparecido Torneo de Mallorca. Él tenía tan solo 15 años y accedió al cuadro por invitación ya que su ranking, el número 761, lo mantenía alejado del acceso directo.
No se me han borrado las sensaciones, la ilusión y el fervor con el que afrontábamos dicha oportunidad, ni el trayecto en el coche desde nuestro pueblo, Manacor, hasta las instalaciones en las cercanías de Palma; el golpeteo ansioso de las piernas de Rafael contra la alfombrilla y nuestra conversación, mi charla para instarlo a que afrontara el partido con valentía.
Su rival era Ramón Delgado, el 81 de la lista mundial, y las consignas eran claras. Si bien era verdad que la experiencia y el juego más maduro beneficiaban sobradamente a nuestro oponente, de lo que se trataba era de no facilitarle la labor. “Jugar contra un niño siempre es difícil para un profesional, Rafael, para él no será un partido cómodo. Él es el claro favorito y, tal vez, tu juego no sea aún lo suficientemente bueno como para derrotarle, pero por lo menos no le ayudes a ganarte. Como si te fuera la vida en ello. Y, pase lo que pase, este es un partido para saber dónde estamos y para aprender”.
Rafael entró en la pista como estaba acostumbrado, tanto en los partidos de competición como en los entrenamientos diarios: con máxima concentración y exigencia. Hizo una gran actuación, se anotó la victoria y, por tanto, la primera que se contabilizó de su carrera profesional.
Diecinueve años después, Rafael logró ganar el miércoles su partido número 1000, contra su buen amigo Feliciano López en París-Bercy. Una cifra realmente sorprendente, en la que hay que incluir algunos duelos que se encuentran entre los mejores de la historia del tenis.
Yo, que no soy de muchas celebraciones y, menos, por el hecho de que una cifra sea redonda, sí soy de hacer reflexiones para llevármelas a la pista de tenis cuando entro a diario en ella. Rafael jamás ha dejado de aprender y de mejorar, como hacen todos los que aman su profesión, pero en esencia sigue siendo aquel niño que lucha cada bola como si fuera una bola de partido. Mi sobrino se formó sin ornamentos, sin todo el despliegue de medios con los que contamos hoy día en las academias, y escuchando a diario un discurso tan simple como el siguiente: “Rafael, golpea la bola lo más fuerte que puedas”. “Si es posible, lánzala donde no esté el rival”. “Y si es posible, también, métela dentro”.
Simpleza absoluta y cierta jocosidad, claro está. A estas frases le añadía la obligación que ha cumplido casi siempre a rajatabla y por igual en los entrenamientos o en la competición: “Rafael, golpea cada vez la bola lo mejor que puedas”.
Transcurridos casi veinte años, la ilusión desbocada de aquel niño se ha transformado en el compromiso más templado del adulto, aunque, en realidad, se trata exactamente de lo mismo: de intentar hacer cada día el trabajo que uno ama lo mejor posible.
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