Corbalán: “Delibasic era un violinista en la cancha”
El histórico base del Real Madrid evoca la figura de su compañero y amigo, la “humanidad” de un personaje “especial”. “La guerra le mató más que la enfermedad”, cuenta
A comienzos de los años 70, la Yugoslavia de Kresimir Cosic y Ranko Zeravica comenzaba a doblar el pulso a la Unión Soviética, con la conquista del primer oro de su historia. El Real Madrid de Pedro Ferrándiz buscaba regresar a la cumbre europea, tras ganar casi de una tacada sus cuatro primeros títulos continentales. Y el talento en ebullición que iba a protagonizar esa década eclosionaba en la costa de Dalmacia. Juan Antonio Corbalán se presentó en el Europeo júnior de Zadar de 1972 al mando de España, con el caché de haber debutado ya con la camiseta madridista, con 17 años, y allí se encontró a un jugador que le marcó para siempre: Mirza Delibasic. Un base-escolta, de 1,97m, clase infinita, porte grácil y mirada conmovedora.
Han pasado casi 48 años de aquello, pero los recuerdos de Corbalán son nítidos. “Nunca vi un jugador mejor que Delibasic en Europa. Ya entonces, tenía una madurez mental y física irrefrenable. No parecía un superhombre, pero hacía cosas que solo habíamos visto a los profesionales estadounidenses”, evoca. Elegante, intuitivo, excelso pasador, lanzador sublime… Cuentan los que compartieron pista con él que Delibasic formaba una escultura perfecta en el aire en cada suspensión. Fue el talento más puro de su generación, coinciden todos. Guió a Yugoslavia hasta el oro en aquel torneo júnior del 72, en el que fue el máximo anotador plavi por delante de Dragan Kicanovic, y, posteriormente, ganó todo con la absoluta: Europeo, Mundial y Juegos. Fue el único de sus coetáneos que no se bajó del podio en ninguno de los ocho campeonatos que disputó (cuatro oros, dos platas y dos bronces). “Interpretaba el baloncesto como la partitura. Parecía un violinista en la cancha”, prosigue Corbalán.
Una excelencia baloncestística que, sin embargo, no eclipsaba la “humanidad” que irradiaba Delibasic. “Era especial por su corazón”, explica Corbalán. “Siendo muy joven ya parecía un sabio. Siempre tenía una enseñanza o un consejo que ofrecerte. Parecía tener las claves para ayudar a la gente a ser feliz. Su alma llenaba todo, desde la humildad y sin artificios”, rememora.
Delibasic comenzó su carrera en 1968, en el equipo de su Tuzla natal, el Sloboda (Libertad). Ese mismo año se había proclamado campeón de Bosnia en tenis, en la categoría de cadetes, e incluso llegó a coquetear con el ballet. Pero el mundo de la canasta se apropió de su talento único. En 1972 fichó por el Bosna de Sarajevo entrenado por Bogdan Tanjevic y no paró hasta convertirlo en campeón de Europa en 1979.
Con esa escarapela, Delibasic llegó al Madrid de Rullán, Brabender, el propio Corbalán, Iturriaga y Romay en 1981, el mismo curso que Fernando Martín. Vistió la camiseta blanca solo dos temporadas, pero su huella resultó indeleble, en sus compañeros y en la historia del club. “Me cuesta recordar un mal partido suyo y eso que sufrió defensas infames. Los árbitros no le respetaban como a los americanos. Pero Mirza relativizaba todo. Llevaba un filósofo dentro”, repasa Corbalán.
Con Delibasic ganaron una Liga y una Intercontinental —a una media de 24 puntos por partido del escolta bosnio—, pero la derrota ante el Barça en la final liguera del 83, la primera y única que se decidió con un partido de desempate activó los cambios en el equipo de Lolo Sainz. Necesitaban la plaza de extranjero de Mirza para reforzar el juego interior (plaza que ocuparía Wayne Robinson). “Una tarde le dijeron que se tenía que marchar, pero que le respetaban el año de contrato que le quedaba. Él contestó a los directivos que solo cobraba lo que trabajaba. Renunció a ese sueldo, salió del despacho, y se fue directo a hacerse socio del Real Madrid. Se iba uno de los nuestros. Un amigo eterno”, revive Corbalán.
Pretendido por media Europa, su siguiente parada fue Italia. Pero allí se le torció el destino definitivamente. En septiembre de 1983, recién fichado por el Caserta de Tanjevic y sin llegar a debutar, sufrió un derrame cerebral que le obligó a retirarse con tan sólo 29 años.
“Su vida se ralentizó”, cuenta Corbalán. Mirza regresó entonces a Sarajevo para “vivir en paz”, pero la salud (con varias recaídas), los avatares personales y los horrores de la guerra de los Balcanes nunca le dieron tregua. Comenzó a morir en vida. A pesar de los ofrecimientos de ayuda y cobijo de sus amigos de Madrid, no quiso escapar de las bombas. Permaneció en su casa, con su gente, mientras su país se deshacía. “Me siento como si tuviera 700 años”, confesó Delibasic a este periódico en 1992. Tenía 39, la mirada apagada y el pitillo constantemente encendido. “Muchos amigos están ahora en las colinas disparando contra sus antiguos compañeros, destruyendo la ciudad que construimos juntos. Siento vacío, no miedo”, dijo.
Su último servicio fue asumir el cargo de seleccionador bosnio. Escapando entre las balas de la ciudad sitiada, logró reclutar y organizar al primer equipo del país creado tras la independencia. Su Bosnia participó en el Europeo de Alemania de 1993 y fue octava. El sueño acabó, la guerra no.
“La evocación de sus buenos tiempos no mitigó el dolor. El pasado nunca le importó y el futuro no existía”, narra Corbalán, antes de rememorar una de las últimas visitas del equipo de veteranos a Mirza. “Nos sentamos a cenar a las seis en el restaurante de un buen amigo suyo y nos levantamos de la mesa a las ocho de la mañana siguiente. Estuvimos 14 horas de cena… Por allí pasó todo Sarajevo. Mirza, que ya se iba deteriorando, se expresó con nosotros como quien empezaba a despedirse. Era consciente de su estado y creo que, en el fondo, tuvo un final elegido. La guerra le mató más que la enfermedad. Mirza fue siempre muy dueño de su vida. De alguna manera buscó esa enfermedad y le dijo ‘voy hacia ti porque eres el vehículo que me va a permitir irme”. El 8 de diciembre de 2001, a un mes de cumplir los 48, Mirza Delibasic murió a causa de un cáncer linfático.
“Quiso ser un madrileño más desde que llegó”
A fuerza de cruzarse desde juveniles, Corbalán y Delibasic ya se conocían personalmente y pudieron incluso jugar juntos antes de que el bosnio llegara al Madrid. “En 1980 coincidí con él en una selección europea. Ahí supe que ya estaba fichado y le tendríamos con nosotros. Jugando un partido en Cracovia salió un balón fuera de banda y yo fui tranquilamente a por él. De pronto, escuché un grito a mi espalda que me dijo: ‘¡vamos coño!’. Era Mirza el que me estaba metiendo prisa, como si ya fuéramos compañeros de toda la vida y con un castellano perfecto”, recuerda Corbalán. “Los equipos acaban teniendo alma si la gente se identifica con el lugar en el que está. Ese fue el gran valor de Mirza, que quiso ser un madrileño más desde que pisó aquí”, añade Corbalán. “Aquel espíritu del Real Madrid de los setenta llegó a la selección a través de Antonio Díaz Miguel, todos querían jugar como nosotros. Habíamos creado un yo colectivo y eso nos hizo trascender. Fue un boom similar al que protagonizaron los júniors de oro y al que se vivió tras el Mundial de 2006”, cierra.
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