Nate Davis y Carmelo Cabrera: “Teníamos el espíritu de los Globetrotters”
Los dos mitos se reúnen para rememorar su histórica etapa en Valladolid hace 40 años, en la que revolucionaron el baloncesto español con un juego ‘fantasista’ y ‘alley oops’ nunca antes vistos
“Como decía Moncho Monsalve: ‘Antes de Michael Jordan ya existía Nate Davis”. La frase la rescata Carmelo Cabrera de su vívida memoria para dimensionar la figura del “extraterrestre” con el que se cruzó hace 40 años. Cabrera, verso libre y fantasista del Real Madrid pluricampeón de los años 70 —“el Globetrotter blanco”, como apodaron al base canario por su estilo de juego—, llegó a Valladolid en 1979 después de más de una década como madridista y allí vio el cielo abierto al coincidir con el fenómeno Davis, un alero estadounidense de Carolina del Sur que la temporada anterior había aterrizado en España con la misión de sustituir al histórico Essie Hollis en el Askatuak de San Sebastián. Juntos, Cabrera y Davis, imaginativo pasador y asombroso finalizador, transformaron el baloncesto español en un espectáculo desconocido en aquella época. Apenas un par de años, el tiempo que les dejaron jugar juntos, les bastaron para hacerse eternos en el imaginario colectivo de los aficionados a base de alley oops nunca antes vistos.
Cuarenta años después de hacer magia a orillas del Pisuerga y después de mucho tiempo sin verse, EL PAÍS reúne a Cabrera y Davis para rememorar esa época que cambió la definición del baloncesto en España apelando a la esencia recreativa del juego. La época que dio origen a los primeros pósters estilo NBA en nuestra liga, antes de que llegaran imágenes de la meca de la canasta. Las fotos de un atleta de elegancia felina machacando el aro —incluso de espaldas—, de un rayo volando sobre el parqué.
“Nunca había visto a alguien con las condiciones de Nate, con su manera de mantenerse en el aire. Además de los mates que hacía, era un grandísimo tirador, era maravilloso ver como se elevaba y la suspensión que tenía… Su frase era: ‘tú pásamela que nadie me puede parar’. ‘Pásamela bien alto que quiero llegar a ver a Dios’. Formamos una conexión perfecta”, se arranca Carmelo recreándose en el relato como lo hacía con Davis sobre la pista. “Jugábamos a la vez al baloncesto y al mus. Nos hacíamos una seña con la mirada y yo le ponía el balón dónde, cuándo y cómo lo quería. No hacía falta saber castellano o inglés, el nuestro era un lenguaje natural, universal”, completa el base canario.
Las condiciones innatas de Davis deslumbraron desde su llegada a la liga española, con un promedio de 30 puntos por partido cuando aún no existía la línea de tres, y un hito que le hizo acaparar los titulares de los periódicos deportivos: sus 55 puntos ante el imbatible Real Madrid de Brabender, Szczerbiak, Corbalán, Iturriaga, el propio Cabrera, y compañía. “Era un jugador diferente aquí. No podían frenarme”, reconoce Nate antes de explicar el origen de su potencial. “Soy un hombre criado en el campo. Mis abuelos tenían unas tierras muy grandes, con ganado y trabajé muy duro allí desde joven. Un caballo es muy potente y tienes que estar fuerte para controlarlo en su carrera. También corría mucho para coger las vacas y los animales que se escapaban, siempre estaba saltando las vallas de la finca… Así fue mi vida hasta los 16 o 17 años. Después, Dios me dio un don para el baloncesto”, cuenta Davis, el mayor de cuatro hermanos.
Pronto se desengañó con el fútbol americano por el exceso de golpetazos que recibía, forjó su sueño en un aro sujeto a un árbol de la casa familiar en Columbia, estudió criminología en la Universidad mientras el draft le daba la espalda, y ejerció de ayudante del sheriff del condado antes de que el precursor Antonio Gasca le fichara para el Askatuak en 1978. “Me querían tener un mes a prueba, sin cobrar. Llegué, comencé a anotar 30 o 40 puntos en cada partido y les dejé con la boca abierta. Rápidamente, me pidieron que firmara por favor el contrato definitivo. Firmé por 20.000 dólares libres de impuestos, apartamento y coche”, repasa.
El récord de los 55 puntos se quedó pequeño cuando, ya en el Miñón Valladolid (junto a Toño Martín, Arturo Seara, Samuel Puente, Martín de Francisco y el mago Cabrera), ganó un partido con la mano izquierda escayolada. “Estuve medio tiempo sentado en el banquillo por la lesión y perdíamos por 20 ante el OAR Ferrol. El árbitro no me dejaba jugar por llevar la escayola, pero me pusieron un vendaje más suave y al final pude salir. Solo fallé un tiro, metí más de 20 puntos y remontamos. Fue el mejor partido de mi vida, ¡con una mano!”, rememora Davis, que nunca cedió a la tentación de los clubes importantes. “Los equipos grandes no me necesitaban. Quería jugar con los pequeños aunque no ganáramos títulos”.
En aquel tiempo se forjó la mística de la pareja Cabrera-Davis. La inventiva de un base rebelde que quedó marcado de chaval por la película Campeones de ébano, de Phil Brown —una historia dramatizada de los Globetrotters que inspiró su juego “en unos años en los que la tele no llegaba a Canarias”—, mezclada con el atleticismo voraz de un portento estadounidense. Dos talentos únicos que divertían divirtiéndose. “El baloncesto en aquella época era muy hermético y aburrido, sobre todo el soviético. Estaba todo encorsetado y no había prácticamente nada de belleza plástica. Y Nate era la belleza del juego por antonomasia. Yo tenía que aprovechar sus vuelos”, lanza Carmelo. “Te conocía de haber visto partidos del Madrid en la Copa de Europa por televisión. Eras muy listo, pasabas muy bien la pelota y llevabas el espíritu de los Globetrotters en el alma como yo. Controlabas el balón como nadie y eras muy difícil de defender”, remacha Davis.
Su conexión tuvo que luchar contra los recelos de los academicistas y con las restricciones del reglamento. “En esa época, estaba prohibido jugar por encima del aro. Los señores de la FIBA, que en la vida se habían puesto un chándal y una camiseta, pusieron una regla para que Tkachenko no instalase una tienda de campaña debajo del aro y abusara de su 2,21m, pero iba contra el espectáculo. Decía la norma que el balón no podía estar encima del cilindro imaginario del aro ni por encima del 3,05m de altura. Entonces yo se lo tenía que pasar a Nate fuera de esos límites, para que él lo cogiese, lo elevase y lo machacase. El baloncesto no para de evolucionar y, afortunadamente, tiempo después, cambiaron la norma”, explica Cabrera.
El base canario fue cortado en su segundo año en Valladolid, entre otras cosas por “los celos del entrenador”, Mario Pesquera, —“Nate y yo nos basábamos en la improvisación y Pesquera quería controlarlo todo. No se puede encadenar el talento entre sistemas y órdenes. La gloria es de los jugadores”, señala Cabrera—. “Me hubiera encantado seguir más tiempo con Nate. Fue una pena”. Davis jugó en Valladolid hasta 1982 y después trasladó su talento, carisma y espectáculo a Galicia. Primero y fugazmente, en el Obradoiro; y, más tarde, en el OAR Ferrol, donde fue idolatrado entre 1983 y 1985 y de donde se tuvo que marchar sin poder despedirse. Primero, una grave lesión de clavícula y, después, la enfermedad de su mujer Annie (que contrajo el VIH por una transfusión durante el parto de su segundo hijo), le llevaron a la desaparición y la retirada con 33 años. “Cuando Annie murió, mi alma quedó destrozada. Quería volver a España, pero no podía. Mi corazón no podía. Necesitaba a mi familia, a mis hermanos”, confiesa Davis que, 40 años después de su paso por la liga española, sigue recibiendo el calor de los aficionados: “Mi familia no sabe que yo fui una estrella aquí. Nunca les conté nada de mi carrera. Me sorprende el amor y la admiración que todavía recibo de la gente”.
“Nos sentimos culpables de haber fomentado el deporte espectáculo. Transmitíamos emociones. Mucha gente dice eso de ‘yo vi jugar a Nate Davis’, yo además puedo decir que disfruté jugando con Nate Davis”, cierra Cabrera.
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