La ‘versión Iniesta’ del fútbol enlatado
A este jugador silencioso, de aspecto frágil, sin ningún interés populista, rara vez se le elogia por su ardor competitivo; pero llevaba un espartano dentro
Johan Cruyff decía que toda desventaja tiene su ventaja, paradójica tesis que no es fácil de revalidar en estos días. Es difícil encontrar alguna ventaja en la montonera de desventajas que ha producido el coronavirus. El aficionado al fútbol ha tenido que conformarse con la residual satisfacción de los partidos enlatados en televisión, entretenimiento que también incluye algunas contraindicaciones. La depresión por exceso de nostalgia es una. La sobredosis por exceso de repeticiones, otra. Sin embargo, los clásicos enlatados ofrecen un beneficio evidente: invitan a cuestionar, fortalecer o modificar nuestras opiniones. Y en algunos casos, a establecer nuevas perspectivas.
Movistar Plus emitió el domingo la final Barça-Manchester United, edición 2009. La victoria coronó el triplete azulgrana, aunque el prestigio de la belleza correspondió a la final que se disputó dos años después en Wembley, con los mismos protagonistas y el mismo ganador. En Roma, el Barça sufrió, ganó merecidamente y dejó detalles de la clase de equipo que estaba emergiendo.
Todo eso ya se sabía. No hace falta acudir a un partido mil veces programado en televisión para descubrirlo. Tampoco nos descubrirá la categoría de varios de aquellos jugadores, y desde luego no debería informarnos de nada que no sepamos de Andrés Iniesta. Su hoja de servicios es tan impresionante como el placer que daba verle en el césped. Ganó todo, jugó de maravilla y se reservó algunos momentos inigualables. De uno de ellos está a punto de cumplirse una década. Sin embargo, hay que observar su actuación en Roma para calibrar todos los aspectos de su categoría.
Tampoco es novedosa su importancia en el brusco giro que tomó el partido después del avasallador arranque del Manchester. Iniesta rescató al Barça de un conato de naufragio con una leve aceleración que perforó el sistema defensivo del equipo inglés. Luego entregó la pelota a Eto’o, que recortó a Vidic y clavó el punterazo. Gol de gran delantero, sin duda. Lo interesante de la jugada de Iniesta fue su capacidad para conectar a un equipo desconectado, la discreta elegancia de su intervención y, más que cualquier otra cosa, el coraje para cambiar el signo de la final en una condición de tremenda precariedad.
A este jugador silencioso, de aspecto frágil, sin ningún interés populista, rara vez se le elogia por su ardor competitivo. En su papel de exquisito futbolista, esa consideración se pasa por alto, injusticia que merece revisarse y nada mejor que acudir al enlatado partido de Roma. Tantos años después la actuación de Iniesta cobra una magnitud épica. No es el tipo de calificativo que se asocia a su categoría como jugador, pero hay que recordar que Iniesta ha sido un maravilloso engañador. Resulta que llevaba un espartano dentro.
Iniesta jugó aquella noche con muchas más posibilidades de romperse que de terminar el partido. Castigado por una problemática lesión muscular —circunstancia que se repetiría en el Mundial de Sudáfrica—, Guardiola le alineó con toda la aprensión del mundo. La quiebra estaba más que insinuada. Era la clase de partido que exigía la máxima entereza y un compromiso sin reserva. Lo informó el United con su aplastante puesta en escena. Encontró la respuesta en Iniesta antes que en nadie.
Económico cuando fue necesario, intrépido en sus equívocas arrancadas, paciente en medio del fragor, brillante en las decisiones, Iniesta desquició a los jugadores del United. Lo hizo sin mover una ceja. Se convirtió en el principal objetivo de la progresiva frustración de los ingleses. Trataron de intimidarle y terminaron intimidados por su juego. Iniesta gobernó la final con la fiereza que siempre escondió su delicado despliegue. Para comprobarlo, basta con ver de nuevo esa final. Para eso sí sirve el fútbol enlatado.
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