No disparen contra el pianista
A los futbolistas se les comienza a etiquetar como sospechosos, insolidarios y privilegiados. A ojos de la gente, parecen ajenos a la cruda realidad
La banda sonora del fútbol durante la pandemia C-19 merece incluir el título de un viejo álbum de Elton John: Don’t shoot me, I’m only the piano player (No me disparen, sólo soy el pianista). Los jugadores no son los pianistas del salón, pero se les comienza a etiquetar como sospechosos, insolidarios y privilegiados. No parece que esta mala reputación se extienda a los profesionales de la Fórmula 1, motociclismo, baloncesto, golf o tenis, deportes presididos por una élite que puede comparar sus ganancias con la mayoría de las grandes estrellas del fútbol.
Desde tiempos inmemoriales se sabe que el futbolista constituye una variedad muy peculiar. Su función representativa está tan marcada que jugar, marcar goles o impedirlos es su trabajo más sencillo, el que conecta con su talento natural y el que pretende rentabilizar el medio millar de jugadores de LaLiga.
Esos 500 futbolistas disponen, en el mejor de los casos, de una media de 10 años para capitalizarse y diseñar su futuro personal en los siguientes 40 ó 50 años, con una característica añadida: más de la mitad de los futbolistas de Primera División saben que deberán gestionar al milímetro sus ganancias. Los Messi, Sergio Ramos, Cristiano o Neymar de este mundo les quedan tan lejos como al común de los aficionados.
Sin embargo, en el imaginario popular se les ve de otra manera. En momentos como este, definidos por una extrema sensibilidad social, los jugadores pierden su carácter individual y adquieren un perfil colectivo. A los ojos de la gente, todos son Messi. Todos parecen ajenos a la cruda realidad actual. Todos son unos jóvenes insensibles que regatean un dinero que les sobra. ¿A quién le importa que los propietarios de los clubes, por lo general prohombres de empresa, multimillonarios la mayoría, no se recorten un euro de sus sueldos y bonus? ¿Qué sabemos del solidario comportamiento de la grey de intermediarios, encabezados por Barnett, Raiola y Mendes, que el pasado verano movieron 3.000 millones de euros en el mercado de fichajes, al 10% de comisión?
El paraguas de los futbolistas es como el arca de Noé. Cobija a todo el mundo. A estos infames de ahora se les atribuye un sinfín de cualidades admirables cuando conviene: ejemplos de sacrificio, tenacidad, dedicación, valores colectivos y demás elogios huecos. Pero llegado el día, que inevitablemente coincide con la derrota, son cobardes, mercenarios, indignos de defender el honor del club y de la patria, llegado el caso. Hay que tener espaldas muy anchas para ser futbolista.
Todas las generaciones les han observado de la misma manera: unos privilegiados de la vida, ahora que unos pocos ganan fortunas y hace bien poco, cuando el jugador reunía lo justo para comprar un piso en el centro de la ciudad y montar un bar o una tienda de deportes. Sabemos que ha ocurrido con muchos de ellos. Los vemos por las calles y no producen envidia precisamente.
A esta generación le ocurrirá lo mismo, pero de eso habrá noticias dentro de 20 ó 30 años. Nadie reparará que en el año de la pandemia eran el motor indispensable de una industria que suponía el 1,4% (20 billones de euros) del PIB español y que su brillantez permitía sostener 15.000 empleos en diversas esferas económicas, además de añadir 4.100 millones de euros anuales al fisco.
No hay ninguna razón para disparar contra el pianista. Son numerosos los casos de acciones solidarias de los jugadores en el drama que atravesamos, pero son un objetivo fácil. Menos sencillo es comprender sus temores. Los futbolistas no van a quedar al margen del devastador efecto de la Covid-19. Saben muy bien que su mundo se tambalea y sospechan un futuro tenebroso. Tienen miedo, en definitiva. Como todos.
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