La escritura o la vida
La épica de San Mamés tuvo un cantor tranquilo, Eduardo Rodrigálvarez, igual que su ciudad, Bilbao, lo tuvo como un rapsoda narrativo singular en la novela que tituló 'Cuando vengan los míos'


Rodrigálvarez era en la Redacción una especie de tótem callado, que repartía juego con los ojos, como Jesús Garay Vecino en los tiempos de la ternura del fútbol cuya alineación empezaba así: Carmelo, Orúe, Garay, Canito… Pasaban tormentas cerca de su sitio y él, impertérrito, habitado por la razón sintáctica aunque no escribiera una línea, dictaba con la mirada algunas órdenes cuya sensatez era alimento de los más jóvenes. Era convincente sin decir una palabra. Era un estilo.
Su presencia era un estilo, su escritura era un estilo. Los amigos siempre dicen de él que quiso ser músico y que no logró la perfección en esa disciplina. Pero donde fue ritmo total, envolvente, fue en la consecuencia más evidente de su voz, la narración, oral o escrita; los partidos eran historias, los sucesos que concurrían en ellos eran, también, historias que iban más allá del fútbol, como su equipo, que siempre fue más allá de su nombre propio.
La épica de San Mamés tuvo un cantor tranquilo, Eduardo Rodrigálvarez, igual que su ciudad, Bilbao, lo tuvo como un rapsoda narrativo singular en la novela que tituló Cuando vengan los míos (Txertoa). Ahí está él escribiendo, con el aire propio, en el que respiran también Miguel Delibes o Juan Marsé, un drama que ocurre en los 60 franquistas, cuando la obsesión nacional, de toda la nación española, es la ansiedad porque acabe la miseria de la dictadura. El asunto es grave —matar al dictador—, pero se las arregla Rodrigálvarez para que, además, entre los tragos y los delirios, se mantenga esa capacidad de risa entrecortada que producen la ensoñación y el miedo.
Esa teoría y práctica de la relatividad que aplicaba a la preparación de tamaño magnicidio tiene en el Rodrigálvarez cronista una contrapartida perfecta: escribir de fútbol no es tanto escribir a la vez de la gloria y del infierno; se trata, más bien, de escribir de un juego en el que a algunos les va la vida, pero en el que el que escribe, el testigo, ha de mantener el sosiego para contar las jugadas grandes sin inmutarse.
En ese libro y en sus crónicas estaba el hombre tranquilo al que vimos, en medio de la Redacción, como un maestro que, mirando, dirigía una banda de música a la que él dio riqueza y sosiego para que fijaran la dramaturgia del fútbol con el aire zumbón con el que hay que afrontar el récord, la derrota o el escándalo. Él sabía que el dilema era la escritura o la vida, y de esa combinación hizo que fueran sus ojos.
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