Un beso, gurú
Era bueno, brillante, sabio y culto, virtudes necesarias para escribir, un arte que dominaba como nadie
Hay muy buenos periodistas que pueden ser malas personas, personas que con su excelencia disimulan que son malos periodistas y después hay personajes que se hacen querer y admirar como periodistas y como personas excepcionales que son, muy pocas como Eduardo Rodrigálvarez.
Edu era bueno, brillante, sabio y culto, virtudes que se precisan para escribir, un arte que dominaba como nadie, cronista por excelencia de fútbol y del Athletic: “Nada como la poesía para explicar el fútbol y nada como el humor para civilizarlo”, solía repetir. Tenía tanto talento que últimamente se había empeñado en convertirse también en el cronista más ilustre de la Vuelta y en escritor de novelas: Cuando vengan los míos, se titulaba la última, para demostrar que se puede ser periodista y escritor al mismo tiempo, dos mundos a menudo antagónicos. Ningún género le era extraño y tenía tantos recursos y calidad que se sacaba de encima el peor de los encargos con un texto brillante para suerte de sus compañeros.
A su alrededor, la mesa de redacción funcionaba con la suavidad de un Rolls Royce. Los enviados especiales se sentían tan tranquilos y confiados como los que se quedaban; nadie ha sabido coser a una sección de deportes como Eduardo, punto de encuentro de gallegos, catalanes, madrileños, cántabros, portugueses, mexicanos, de todos cuantos tenían amor por este oficio tan exigente y también tan divertido, implacable cuando se presentaban unos Juegos Olímpicos o una Copa del Mundo y nos reuníamos todos los de Deportes en Miguel Yuste de Madrid.
Leal y generoso, tenía también un sentido del humor único que funcionaba estupendamente ante las situaciones más estresantes y disparatadas, tan capaz de seducir a la gente de publicidad para que nos quitaran una plancha como de parar una rotativa y poner una noticia de última hora. Su serenidad era contagiosa incluso para los más alborotadores, que son multitud en el córner donde acostumbran a refugiarse los de Deportes.
No le recuerdo enfadado ni un solo día porque afrontaba los momentos de máxima tensión con una sonrisa y un sonido gutural que era disuasivo: no sabías si carraspeaba o se aclaraba la voz; en cualquier caso quería decir que no le molestaras y que ya se ocupaba él del último breve o de la apertura, de un marrón o de una noticia de primera. Siempre fiable, íntegro y solidario, tenía tal ascendente sobre la sección que le llamábamos el gurú. Resolvía los problemas profesionales y también los personales, igual los de un becario que los de un redactor jefe asimilado.
La paz que transmitía en el trabajo se convertía en un divertimento a la hora de la comida. Siempre nos hacía reír, tenía la palabra oportuna y, si no, se ponía a cocinar él mismo y cantaba. Tatareaba muy bien las canciones de Serrat. Vestía bien y siempre llevaba un jersey Lacoste, a veces tirado sobre el hombro; nunca supimos por qué ni le preguntamos, quizá para no romper la armonía que siempre generaba a su alrededor
No se quiso jubilar sino que se encontró en casa sin querer, cuando en su día pudo ser jefe de todos nosotros y jefe también de la delegación del País Vasco. Cosas del destino y del cáncer que le dejó sin poder dar una última vuelta a España, su última gran obsesión. Tenía un sentido de la pausa tan extraordinario, parecido diría al que tiene Messi, que nunca pensó en parar del todo, como si bailara un tango: ahora acelero, ahora freno. Todo lo hacía bien. Era muy bueno, como periodista y como persona, único como amigo. Un beso en tu querida calva, gurú.
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