Muere Eduardo Rodrigálvarez, el periodista feliz con su trabajo
Disfrutó durante muchos años, hablando del Athletic de sus desvelos, de la Real, del Alavés que llegó a una final europea, o siguiendo al Baskonia en varias Final Four
Cuando a Eduardo Rodrigálvarez Fernández (Bilbao, 1955) le diagnosticaron el cáncer de pulmón del que murió en la tarde de ayer no cambió sus planes. Era un lunes. Tenía tertulia sobre el Athletic en Radio Bilbao con sus amigos periodistas. Ese día, la cita era en la Universidad de Deusto. Pidió un vino blanco antes de la comida y lo comentó con naturalidad. Prometió que dejaría de fumar, lo que cumplió a rajatabla, y que pelearía hasta el final, que es lo que ha hecho.
Hace tres días, llamó por teléfono a algunos de sus íntimos y les comentó que le acababan de ingresar en el hospital de Santa Marina, en el bilbaíno monte Artxanda. En la noticia estaba implícito el desenlace. Es una clínica de cuidados paliativos, donde hace décadas llegaban las palomas mensajeras que lanzaban a volar en San Mamés para que los enfermos supieran que el Athletic había marcado un gol.
Eduardo, que presumía de haber participado en una película de Joselito rodada en Begoña, junto a su casa, cuando formaba parte de la escolanía de la basílica bilbaína, y que jugó al fútbol en el Begoña, el equipo que tiene como sede el campo de Mallona, en una de cuyas tribunas se levantaba la “estatua de los liberales”, era un periodista de los pies a la cabeza. Después de licenciarse en Periodismo por la Universidad Complutense, comenzó en la Hoja del Lunes de Bilbao; después trabajó en el diario Deia, en el que se convirtió en cronista del Athletic, y en El Periódico de Catalunya. Más tarde ejerció como jefe de prensa de varios departamentos del Gobierno vasco, hasta que recaló en EL PAÍS, donde fue feliz durante muchos años, hablando del Athletic de sus desvelos, de la Real, del Alavés que llegó a una final europea o siguiendo al Baskonia en varias Final Four. En los últimos años había establecido un idilio con el ciclismo y la Vuelta a España, que siguió en diez ediciones. Esperaba con ilusión cada mes de agosto el comienzo de la carrera, que desmenuzaba con su magnífico estilo.
Pero además, Eduardo era un activista de la literatura y la poesía. Fue el primer director de la revista Zurgai y fundador del colectivo Poetas por su Pueblo. Nunca dejó de escribir. A Santa Marina se llevó el cuaderno donde pergeñaba su segunda novela. Apenas unos meses atrás, presentó su último libro, Cuando vengan los míos, una novela negra ambientada en el Bilbao de principios de los años sesenta. Antes había publicado cuatro libros más, todos ellos dedicados a su Athletic.
El pasado verano, Eduardo decidió apartarse de la primera línea. Se jubiló y dejó huérfanos a sus miles de lectores de EL PAÍS, aunque en la Redacción del periódico dejó plantada la semilla en su hijo Gorka, también periodista deportivo. Se alejó un poco, pero no del todo, porque disfrutaba con sus compañeros de siempre en la tertulia de los lunes, que hoy estará de luto sin su presencia. Su última visita a San Mamés fue, curiosamente, en un partido de rugby: la final de la Champions que en mayo de 2018 ganó el Leinster irlandés. Ayer, casi a la misma hora en la que el héroe de aquel partido, Johnny Sexton, conseguía el primer ensayo de su selección frente a Francia en el Seis Naciones, Eduardo fallecía en Artxanda, desde donde Bilbao se ve metido en un bocho. Por primera vez desde hace muchas semanas, lloviznaba y el cielo estaba gris.
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