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el juego infinito
Columna
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Marcos Llorente, marine y monje

Durante un año y medio no sabíamos si estaba a la altura, fue un tiempo perdido por quienes tomaban decisiones, pero no por él

Jorge Valdano
Marcos Llorente celebra su gol en la final del Mundial de Clubes.
Marcos Llorente celebra su gol en la final del Mundial de Clubes.Matthew Ashton (Getty)

Pequeño Mundial, grandes noticias

El mérito consiste en participar en el Mundial de Clubes, pero cuando llega el momento pesa más la amenaza de la derrota que la ilusión del triunfo. El club europeo que gana el Mundial sale ileso, el que lo pierde arriesga un siniestro total. La fuerza de la percepción lo decide así. Al Madrid le sirvió para renovar un sentimiento de logro que es vital para la confianza que le viene faltando. Además, el campeonato sumó a Marcos Llorente a la causa, un recurso más y no menor; y a Gareth Bale como estrella, tan mejorado que hasta nos felicitó las navidades en castellano. Finalmente, nos confirmó como entrenador a Santiago Solari, porque con Mourinho devuelto al paro y un periodismo con el sentido del espectáculo excitado por semejante noticia, un título refuerza mucho más que un contrato.

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Como salir del olvido

Quienes creen que no hay ninguna razón para que un futbolista no corra los noventa minutos, tienen un ídolo en Marcos Llorente. Yo, en cambio, creo que debería estarse un poco quieto para ser una referencia más estable. Pero soy uno más de los rendidos ante la exhibición con que el fútbol le compensó con un golazo en la Final del Mundial. A Marcos le llovieron genes y consejos de los Gentos, los Grossos y los Llorentes, pero el esfuerzo fue solo suyo. Durante un año y medio no sabíamos si estaba a la altura porque nunca disfrutó de los imprescindibles cinco partidos seguidos que se necesitan para definir a un jugador. Fue un tiempo perdido por quienes tomaban decisiones, no por él. Entrenó como un marine, se cuidó como un monje y supo esperar como un señor. Cuando le llegó su turno, jugó dando un recital de profesionalidad.

El fútbol vasco

Entrar a España por Vitoria tuvo una primera consecuencia: amo el fútbol vasco. Admiro la nobleza y el coraje sin alardes de sus jugadores. Hay en sus historias una pureza austera que logra impresionarme. Dice Iribar que, de camino a Bilbao después de ganar una copa del Rey, los aldeanos saludaban el paso del autobús del Athletic levantando la azada y encuentro en el relato algo profundo que me conmueve. En el delicioso libro “Mi abuela y diez más”, Ander Izaguirre cuenta que va a Anoeta como quien cumple un ritual. Cerca suyo se sienta Gorriz, un ciudadano más con una particularidad, se trata del jugador que más partidos jugó con la Real Sociedad (599). Lleva una bufanda de la Real al cuello y todos lo miran como merece una leyenda, pero sin molestarlo. Un día pasó un viejecillo a su lado que no aguantó la tentación y le dijo: “Aúpa Gorriz”. Un homenaje vasco. Sin tanta hostia.

Aguante Athletic

Me duele ver al Athletic coqueteando con el descenso, rendido como estuve siempre a su respeto por la identidad y a su manera de vivir el fútbol. Con 20 años iba a ver, de pie y con un bocata, los partidos de Copa de la UEFA en el viejo San Mamés. Como era el único extranjero que jugaba en el País Vasco me sentía como alguien que rompía algo. Eso no afectaba a la admiración que sentía por la figura imponente y sobria de Iribar o por la elegante habilidad de Chechu Rojo. Y sobre todo, por la entrega de una afición generosa que me parecía intercambiable con los jugadores. Cualquiera de los jóvenes que alentaban podían estar jugando y cualquiera de los que jugaban podían estar alentando. La pureza de esa identificación sigue intacta y pienso que el gran fútbol es un poco más sano si el Athletic, fiel a su historia, continúa en primera.

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