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Columna
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¿Dónde está el legado de Seve?

Pese a contar con referentes mundiales, desde 2010 la caída de practicantes de golf en España es constante año tras año

Rafa Cabeleira
Ballesteros, en Augusta en 2007.
Ballesteros, en Augusta en 2007.MATT CAMPBELL (EFE)

Para comprender lo que supuso la irrupción de Severiano Ballesteros en el mundo del golf conviene mirar fuera de España. No es que aquí se le haya hurtado la importancia debida, lo que sería, cuando menos, discutible. Se trata simplemente de comprobar el alcance de su figura, de su legado, a menudo infravalorado dentro de nuestras fronteras porque, quizás y solo quizás, España sigue siendo un país futbolero hasta el extremo, donde el golf no termina de quitarse esa vitola de deporte elitista, restringido y hasta, por qué no decirlo, pijo.

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El golf mundial lo cambió para siempre Seve Ballesteros, el hijo de un campesino. Lo ha explicado muchas veces Michael Robinson, ese inglés que llegó a España para jugar al fútbol y se quedó para contarnos las mil y una noches de nuestro propio deporte. Tenía 19 años cuando su padre le regaló un abono de cinco días para seguir el Open Británico que se disputaba cerca de su casa, en el Royal Lytham and St. Annes Golf Club, en Blackpool. Seguía el partido de Jack Nicklaus, el gran Oso Dorado, cuando entre el público comenzó a extenderse un rumor que llevaba impreso un apellido de difícil pronunciación para los anglosajones: “Ballesteros, Ballesteros”. Se lo encontró Robinson en el hoyo 5, con la bola escondida detrás de una gran duna que impedía ver la bandera, subiendo y bajando el montículo en busca de una línea que parecía imposible de trazar. Su golpe, con un inverosímil efecto de izquierda a derecha, se le quedó clavado en la retina para siempre como el instante preciso en el que su percepción del golf cambió para siempre.

Corría el año 1979 y en España se habían expedido 15.712 licencias federativas que, gracias al empuje de las hazañas del cántabro, se incrementaron hasta las 58.644 de 1991, temporada en la que Seve se proclamó vencedor de la Orden de Mérito del circuito europeo por última vez. Su impacto parece incontestable y, sin embargo, resulta casi insignificante en comparación al terremoto que organizó Seve más allá de nuestras fronteras, donde niños de todo el mundo comenzaron a pegar bolas tratando de imitar a aquel españolito insultantemente joven, guapo, descarado y hasta un tanto frívolo en su manera de entender un deporte prisionero de sus propios corsés. A día de hoy, por más que pretendamos observar la evolución del golf en España con optimismo, y pese a contar con referentes de talla mundial como Sergio García, Jon Rahm o Rafa Cabrera-Bello, el número de practicantes federados en nuestro país se sitúa en los 272.084. Un buen dato si se compara con el de 1991, preocupante si atiende al de 2010, nuestro pico histórico con 338.588 licencias. Desde entonces, la caída de practicantes es constante año tras año.

Así, mientras el golf parece democratizarse en el resto del mundo –cuando Seve apareció ya era religión en varios países- en España no solo parece estancando, sino en franco retroceso. Mitigan esta tenebrosa sensación los éxitos de algunos profesionales, a menudo reclutados por universidades americanas que apuestan decididamente por su talento y donde el golf no arrastra ese estigma de pasatiempo caprichoso, de deporte para ricos. Y esa es una deuda que España sigue teniendo pendiente con la memoria de Severiano Ballesteros: el muchacho que ya reinventaba su deporte cuando, de niño, se imaginaba campos de golf mientras cuidaba de las vacas.

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