El apetito del Real Madrid
El club acostumbra a devorarse a sí mismo cada cierto tiempo y el madridismo parece no entenderse durante largos tramos del camino, pero la historia habla de un rompecabezas que parece resolverse solo
Es difícil no sucumbir al desproporcionado apetito del Real Madrid incluso para el propio Real Madrid, acostumbrado a devorarse a sí mismo cada cierto tiempo, como aquellas criaturas mitológicas en forma de reptil que mastican su propia cola. Así se representaba el ciclo eterno de las cosas pero también la inutilidad de algunos esfuerzos, que en el caso concreto del club de Chamartín podría reducirse a cierta incapacidad del resto del mundo para comprenderlo del todo. Tampoco el madridismo parece entenderse durante largos tramos del camino, pero el triunfo tiene la capacidad de disipar cualquier duda, de proporcionar certezas, y los libros de historia nos hablan de una entidad que ha ganado más que ninguna otra en el mundo, de un rompecabezas que siempre parece resolverse solo.
El pasado año, por estas mismas fechas, el Madrid luchaba consigo mismo por redescubrir una vez más su identidad, un poco como Guy Pearce en aquella película de Christopher Nolan. Su errático caminar por el campeonato doméstico trajo consigo una serie de incendios que su entrenador trataba de desactivar con amplias sonrisas y sencillos ejercicios de memoria, mientras el entorno se agitaba o retractaba en función del último resultado.
Lo mismo sucedía con una plantilla que a ratos parecía agotada y a veces muerta del todo, fiada a la improbable conquista de un tercer entorchado europeo después de haber hecho saltar la banca, apenas unos meses antes, renovando su carnet de campeón. Se masticaba la cola el Madrid con saña, como el uróboros, pero con cuidado de no devorarse del todo antes de tiempo, pendiente del último examen del curso.
Así se confunde el Real Madrid cada cierto tiempo: con la autocomplacencia del que se siente saciado y no contempla que una digestión dura lo que dura, por muy pesada que sea. El verano se dilapidó en parchear las decisiones ajenas –dijo adiós Zidane, se despidió con un apretón de manos a Cristiano- y con el otoño llegaron las ganas de comer y el hambre, esa conjunción de iguales que tan a menudo se dan citan, al mismo tiempo, en el estómago de fuego del Santiago Bernabéu.
Julen Lopetegui, aclamado meses antes como el hijo pródigo que desafió a un país entero por atender la llamada de su club, fue cocinado a fuego lento y servido en bandeja de plata al mínimo conato de revuelta mientras sus futbolistas, alguno de ellos disfrazado de pretoriano temporal, prefieren entregarse a la demagogia y la mitología para no reconocer lo evidente: que están más rollizos que nadie, saciados de tanta gloria y tanto esplendor consecutivo.
Ahora muchos miran a la cabeza del dragón o de la serpiente, sobre esto hay disparidad de opiniones. Algunos se preguntan qué ha pasado para que se consintiera la partida de sus cazadores más reputados y otros se lamentan por haber claudicado al embrujo de las promesas estivales, culpables todos, al fin y al cabo, de haber traicionado su propia naturaleza de club pantagruélico e insaciable. Y en esas parece estar ahora mismo el Madrid y sus diferentes entornos: tratando de decidir si conviene seguir masticándose la cola, como el uróboros, o si habrá llegado el momento de empezar a devorarse por la cabeza.
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