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Columna
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La Ryder derrota al Brexit

El torneo proclamó, aunque fuera de forma metafórica, el tremendo potencial de la cohesión, la generosidad y el trabajo bien hecho.

Santiago Segurola
El capitán de Europa, Thomas Bjorn, posa con la Ryder Cup este lunes.
El capitán de Europa, Thomas Bjorn, posa con la Ryder Cup este lunes.Richard Heathcote (Getty Images)

La Copa Ryder convirtió un campo de golf de París en un estadio de fútbol, donde la muchedumbre dividió ruidosamente su apoyo a europeos y estadounidenses. Es posible que los más puristas detesten el carácter pasional y hasta gritón que predomina en la atmósfera del torneo, pero también es la evidencia de su enorme éxito y de la extraña sensación que ahora mismo inspira. En medio de la inquietante Europa actual, sometida a tensiones que van desde un autoritarismo de aroma fascista en algunos países hasta el desgarrador Brexit, pasando por la erosión de la idea comunitaria, la Ryder proclamó, aunque fuera de forma metafórica, el tremendo potencial de la cohesión, la generosidad y el trabajo bien hecho.

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En la hora del Brexit, millones de europeos disfrutaron de una Ryder que significó el arrollador éxito de su equipo. Ninguna otra competición permite una relación más estrecha entre el aficionado al deporte y un nuevo espacio supranacional de emociones. En Le Golf National de París se jaleó a los jugadores al grito de “Europa, Europa”, sin distinción a nadie en un equipo sin franceses, integrado por seis británicos, dos españoles, dos suecos, un danés y un italiano (el inspirado Francesco Molinari). Al frente, el danés Thomas Bjorn.

La diversidad de orígenes señala por un lado el carácter universal del deporte y también la posibilidad de adherirse a un espacio común que al aficionado le resulta natural, en este caso Europa. No es fácil conseguirlo en el escenario deportivo, donde se empuja más a las rencillas locales que al acuerdo general. A esta visión reductora del deporte pertenecen algunos de los ejemplos más nocivos de intolerancia y rencor popular, con aprovechamientos políticos muy preocupantes.

Desde una perspectiva que excede a lo deportivo, la Ryder es un acontecimiento singular, producto de una deriva que empujaba a su desaparición. A casi nadie interesaba un torneo que nació en 1927 para medir las fuerzas de estadounidenses y británicos en el golf. En poco tiempo se comprobó que era un duelo imposible. Desde 1935 hasta 1979, el Reino Unido sólo ganó una de las 18 ediciones de la Copa Ryder. Las televisiones norteamericanas desdeñaban el torneo. No lo transmitieron en directo por vez primera hasta 1984.

La inferioridad británica era tan grande que la Ryder suponía un fastidio considerable en el calendario de los americanos. La ayuda llegó desde el continente europeo, a través de un joven jugador español, Seve Ballesteros, que entró en el golf como entraron los Beatles en la música pop, a todo trapo. Quizá no sea el mejor deportista español de la historia, pero sí el más importante. Su juego y su carisma cambiaron el golf y la manera de percibirlo por los jugadores y por los medios de comunicación. Los estadounidenses podían desdeñar a los golfistas británicos y al torneo de marras, pero no podían pasar de aquel fenómeno juvenil. En 1976, con 19 años, fue segundo en el Open Británico. Lo conquistó en 1979, el año que cambió la Ryder y el golf, tal y como lo conocemos ahora.

La fascinación por Seve significó la adaptación de la Ryder a un nuevo contexto. Ya no se trataba de los británicos, sino de Europa. En 1979, con Ballesteros y Antonio Garrido en el equipo, sustituyó al Reino Unidos como rival de Estados Unidos. Aquel torneo moribundo comenzó a crecer primero con regularidad, luego exponencialmente. La primera victoria de Europa, en 1985, alumbró la construcción de un orgulloso relato europeo —12 victorias y cinco derrotas desde entonces— y la consagración de la Ryder como uno de los espectáculos deportivos más relevantes de nuestro tiempo, con la emocionante metáfora de orgullo, cohesión y solidaridad de un equipo que desconoció las fronteras.

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