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sin bajar del autobús
Columna
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Pero si yo te amo

Solo a la vuelta de unas pocas horas de entrenamiento, en un sitio tan poco romántico como Las Rozas, Luis Enrique y Sergio Ramos se sintieron atraídos

FOTO: Sergio Ramos y Luis Enrique, en un entrenamiento en Wembley. / VÍDEO: Declaraciones de Luis Enrique tras el partido.Vídeo: Catherine Ivill (getty) / atlas
Juan Tallón

A veces damos por presupuesto el odio. Simplemente, nos parecía que Luis Enrique y Sergio Ramos no podían caerse simpáticos. Los sobreentendidos son tan habituales en fútbol como en eso otro que llamamos modestamente «la vida». Qué, sino aborrecimiento, pueden sentir dos personas que no se conocen, que se cruzan de vez en cuando, cada una pensando en lo suyo, y que después se van a sus casas, a cientos de kilómetros entre sí. Aborrecimiento sin causa, casi a la manera de aquel cuento de Hemingway, titulado Los asesinos, en el que dos tipos con sombrero, Al y Max, entran un día en la cafetería de Henry, preguntando por un tal Ole Andreson, para matarlo. Un cliente del local muestra interés por saber qué les ha hecho Andreson, al parecer una buena persona, para querer acabar con él. “No ha tenido oportunidad de hacernos nada. Nunca nos ha visto”, dice Max. “Y solo va a vernos una vez”, añade Al. Todo lo más que llegamos a saber es que lo asesinarán “para hacerle un favor a un amigo”, pero la razón jamás se revela.

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Hay días que la vida real se pone a la altura de la versión imaginada de las cosas, y por eso, solo a la vuelta de unas pocas horas de entrenamiento, en un sitio tan poco romántico como Las Rozas, Luis Enrique y Sergio Ramos se sintieron atraídos. Ya no hay nada demasiado pequeño, pero insuperable, que los separe, como ocurría cuando uno jugaba en el Madrid, y decía cosas propias de madridistas, y otro entrenaba al Barça, tras haber jugado en él y haber dicho cosas propias de barcelonistas. De pronto, es como si un cierto anhelo ate el uno al otro. Existe algo que Luis Enrique ve en el defensa, que a su vez Ramos detecta en el entrenador, y que hace que se necesiten. A menudo tienes una sola ocasión de entrenar a la selección, e inevitablemente, los días de Sergio Ramos en su defensa, después de más de ciento cincuenta partidos, conocerán antes que tarde su final. Quizá la siguiente oportunidad sea para ellos la última para alcanzar la gloria. De modo que podemos pensar que no hay algo que uno quiera del otro en particular, sino que lo quiere todo.

A veces, un entrenador y un jugador, distantes entre sí, se andan buscando a lo largo de los años sin saberlo. En la lejanía, tal vez llevados por su entorno, se figuran que no van a aguantarse, hasta que cae ese muro que son las ficciones personales, y un día se saludan. En el actual orden que le hemos impuesto al mundo, se hace raro vivir sin enemistades acérrimas. O sin disfrutar las malas noticias. Es como si estas alimentaran la extraña necesidad de sentir los nervios a flor de piel, como el día que el Oliveira de Cortázar entró al baño refrescarse, se echó agua en la cara y entonces se dijo: “Pensar que me moriré sin haber visto en la primera página del diario la noticia de las noticias: ¡Se cayó la torre de Pisa! Es triste, bien mirado”.

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