Lugares sagrados
Los ultras ni se corrigen, ni se reeducan ni puede uno, siendo el club al que animan, lavarse las manos
Antes del primer partido de la Lazio, que afortunadamente perdió en casa contra el Nápoles, sus ultras repartieron unas octavillas en las que prohibían el acceso a las mujeres en las primeras filas del fondo norte. No hay tanto escándalo en la prohibición como en la capacidad de arrogarse el privilegio de disponer en el estadio, según su criterio, a los aficionados. Siguiendo naturalmente la doctrina que seguiría cualquier nazi tarado de haber sido dueño de un club de fútbol, como parece que lo son, sin serlo, los ultras del Lazio.
La octavilla no tiene desperdicio porque además apela a esas profundidades en las que viven, como un submundo encriptado, muchos aficionados al fútbol. “El fondo norte representa un lugar sagrado para nosotros, un ambiente con un código no escrito que hay que respetar”. Ahí está la sacralización y, sobre todo, los códigos no escritos: hay toda una filosofía detrás, dentro y fuera del campo. El código no escrito es la reivindicación de unas tablas de la ley que afectan sólo a interesados, que están a salvo de la ley y que se rigen con penas y sanciones de tribunal popular. Los Corleone lo explicaban mejor: a donde no llegaba el Estado, llegaban ellos. Que esos lugares sagrados llenos de códigos terminen, al descifrarse, siendo un refugio de directrices machistas y filonazis no es ninguna novedad. Sí lo es la respuesta del club a cada desgracia ocurrida en ese fondo (el año pasado se rieron de Anna Frank, en 1998 colgaron una pancarta que decía: “Auschwitz es vuestra patria; los hornos, vuestras casas”, recordaba Eleonora Giovio en este diario); en esta ocasión el club recuerda que no es un órgano policial, que el club “no tiene nada que ver”, y solo perjudica a su hinchada.
En esa disociación tan loca del club no sólo con su hinchada sino con su estadio, como si fuese una entidad autónoma colocada en el Icloud, es donde siempre ha estado el viejo problema. No, un club no elige a sus aficionados y tampoco puede evitar sus delitos, pero pensar que en las últimas décadas la Lazio no se ha visto perjudicada por los ultras (por no hablar de los partidos a puerta cerrada) o pensar que lo que ocurra en sus gradas está lejos de su competencia es ser demasiado compasivo. Los ultras ni se corrigen, ni se reeducan ni puede uno, siendo el club al que animan, lavarse las manos. Lo que se hace, no sólo en el fútbol, es desinfectar los lugares en los que paran, expulsarlos y obligarles a representarse a sí mismos, que es lo que hacen cuando no tienen un estadio. Dentro de él, el problema es de todos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.