Tiger Woods: nunca digas nunca jamás
El golf es tan caprichoso que un buen golpe puede convertirse en una tumba de agua, maleza o arena, y el tirano de Cypress parece más falto de amuletos que de juego en su regreso a la élite
El golf es un deporte tan particular que uno de los duelos más famosos de su historia ni siquiera aparece en las hemerotecas oficiales. Brotó de la imaginación del escritor Ian Fleming y se disputaba en el emblemático Royal St. George’s Golf Club, uno de los nueve campos que componen la actual rotación del Open Británico. Allí derrotaba James Bond al perverso joyero Auric Goldfinger, aunque la recreación cinematográfica se filmaría en el londinense Stoke Park Club. Sean Connery, tan duro y escocés como Carnoustie, necesitó varias semanas de clases para ajustar su swing al del jugador competente que exigía el papel, y desde entonces se volvió en un enamorado de este deporte. "Se apoderó de mí", escribiría en una biografía publicada en 2008. "El golf es una metáfora de la vida: juegas solo, compitiendo contra ti mismo y tratando de hacerlo cada vez mejor. Si haces trampa, pierdes, pues te estarás engañando a ti mismo".
Algo especial debe tener un juego que atrapa de modo hipnótico a quienes se acercan a él, ya sea como practicantes o meros espectadores. Son legión los grandes nombres de otras disciplinas deportivas que han encontrado en él al amante perfecto, una segunda pasión con la que compartir el eje principal de sus vidas, de ahí que cada cierto tiempo nos encontramos con imágenes de Rafa Nadal, Wayne Gretzky, Michael Jordan o Michael Phelps tratando de imitar a sus grandes ídolos sobre el campo. Todos ellos, a quienes se dio por muertos deportivamente en algún momento temprano de sus carreras, disfrutarían más que nadie ante una hipotética victoria de Tiger Woods en el links escocés.
Enterrar a los grandes mitos antes de tiempo se ha convertido en una especie de deporte nacional, especialmente en aquellos países donde la inmediatez y el análisis folclórico se imponen a la sensatez y al debate sosegado. Lo hemos vivido de cerca en casos tan llamativos como los de Iker Casillas o Andrés Iniesta, convertidos en sospechosos habituales a las primeras de cambio, o en el mismísimo Roger Federer. Para entregarle el trofeo que lo acreditaba como vencedor del Open de Australia, en enero del año pasado, fue necesario exhumarlo varias veces. Fueron tantas las esquelas que anunciaron su funeral que algunos solicitamos meter nuestra mano en sus llagas, como Santo Tomás, a modo de ojo de halcón. Y algo parecido podría suceder con Tiger este fin de semana, a poco que la fortuna vuelva a ponerse de su lado.
El golf es tan caprichoso que un buen golpe puede convertirse en una tumba de agua, maleza o arena, y el tirano de Cypress parece más falto de amuletos que de juego en su regreso a la élite. "La gente no entiende que, cuando era niño, nunca fui el más talentoso. Nunca fui el más rápido. Desde luego, nunca fui el más fuerte. Lo único que tenía era mi ética de trabajo, y eso ha sido lo que me ha llevado hasta aquí". Juega solo, compite contra sí mismo y nunca se hace trampas al solitario. Con él sobre el campo, convendría reservar el luto y tener muy presente otro de los grandes clásicos del Agente 007: nunca digas nunca jamás.
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