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MUNDIAL RUSIA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Fanáticos

El descerebrado latino de toda la vida salió de casa y se reveló a sí mismo como un treintañero que no ha terminado la pubertad

Aficionados japoneses limpian la grada tras el partido Bélgica-Japón.
Aficionados japoneses limpian la grada tras el partido Bélgica-Japón.Esteban Biba (EFE)

Puedes hacerte una idea de la sociedad japonesa según sus hinchas. En Rusia, esa gente civilizada recogía la basura de las gradas después de cada partido. Secaban con servilletas sus lágrimas de los asientos, para no estropear la pintura. Y solo entonces, después de toda un vida, los demás ciudadanos del planeta descubríamos que eso era posible.

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Lamentablemente, también puedes imaginarte a los latinoamericanos gracias a los peruanos, colombianos, mexicanos, etc. que se dedicaron a pasarse de listos con las rusas, haciéndoles decir taradeces en español para colgarlas en sus redes sociales (A ver, nenita, di "Quiero acostarme contigo" ji ji ji). El descerebrado latino de toda la vida salió de casa y se reveló a sí mismo como un treintañero que no ha terminado la pubertad, y al que no puedes llevar a una fiesta sin arriesgarte a un bochorno.

El hincha es el más genuino embajador de su cultura. Los futbolistas de un país pueden haber nacido en otro, incluso hablar mal el idioma. Y solo aparecen públicamente en ocasiones controladas para decir generalidades inofensivas dictadas por su equipo de prensa. En cambio, el fanático de la grada va por el mundo estrafalariamente ataviado con trajes típicos, plumeros, cascos vikingos, disfraces, repartiendo por el mundo su sabor, incluso su olor local.

No es un trabajo fácil, sin embargo. Los fans son jugadores que pagan en vez de cobrar, pero juegan. El delantero chuta un penal y decenas de miles de personas le gritan en su cara que lo falle. Si lo mete, otras decenas de miles saltan, gritan, ríen, como si algo importante hubiese cambiado en sus vidas. Desde la cancha, el jugador les agradece, los insulta, los manda callar, como hace con sus compañeros y rivales. Porque son sus compañeros y rivales. Al menos, así lo viven: dicen "ganamos", incluso cuando lo único que han hecho es mirar un televisor con una cerveza en la mano. Ganamos. Como si hubiesen corrido diez kilómetros.

En Rusia existe una ley contra la propaganda homosexual. No se puede mostrar ninguna apología LGBT a menores de edad. Por lo tanto, está prohibido ondear la bandera del arcoíris por la calle. Sin embargo, durante el mundial, seis activistas decidieron desafiar la prohibición. Vistieron camisetas de selecciones con colores del arco iris (España, Holanda, Brasil, México y así) y deambularon juntos por ciudades y tribunas, caminando siempre en el orden de la bandera, sin que nadie sospechase que estaban protestando. Fue una manifestación invisible.

En el fondo, los hinchas son así. Cada uno se identifica con algo tan vago y general como unos colores, y está dispuesto a dar la vida por ellos. No existen explicaciones de por qué cada persona asiste a un estadio, se endeuda para viajar a un mundial, llora más por la derrota del equipo que por su propio divorcio. Cada fanático del fútbol constituye una manifestación invisible, y va por la calle con banderas que todos hemos visto pero cuyo sentido último no conocemos. Los demás solo vemos colores.

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