Pasión por una lavadora
Para algunas selecciones, el partido es como una batalla
El Mundial se nos ha estrechado en Eurocopa. Tenemos en semifinales tres lavadoras y una máquina de lanzar saques de esquina. Hay cosas fascinantes en una lavadora. No seré yo quien lo niegue. Desde el manual de instrucciones hasta el juego posicional dentro del tambor: centrifugado, prórroga y penaltis. La lavadora es un invento maravilloso, pero no consta que nadie se enamorara nunca de una lavadora. Tampoco se conocen odios o ataques de ira a lavadoras, y en el fondo el motivo es el mismo: una lavadora da igual. Como mucho empieza a interesarte una lavadora cuando hace cosas raras como perder agua o pararse antes de tiempo. La valoras cuando tiene historia, cuando se queja, cuando toma consciencia de sí misma. Que sea eficaz, que haga bien lo que ha de hacer bien, que se pare a la hora convenida lo das como algo propio del electrodoméstico. Y cuando no funciona se cambia. A veces hasta funcionando la abandonas sin ningún remordimiento, en una mudanza, llena de cal y monedas de céntimo de euro. No habrá jamás nostalgia por una lavadora.
Es probable que el VAR y los memes se hayan cargado a los héroes y villanos del Mundial a excepción de Mbappé. Nadie puede odiar a Modric, Griezmann o a un portero inglés cuyo bisabuelo seguro que conoció a Óscar Wilde. Tampoco admirarlos o enloquecer de algo irracional y arrebatado como cuando veías a Cavani yendo al choque por un balón dividido. O a Cristiano en jarras retando a su imagen en el espejo. Reconocías la liturgia cristiana viendo a Messi o a Higuaín asumiendo cruz y Gólgota tanto como a James, lesionado, bajando a dar indicaciones a los suyos. Si lavas la piel de una serpiente le quitas el veneno. En Europa hasta las serpientes son de broma. Todos los animales europeos —osos, jabalíes, lobos— lo son… No hay niño que pida ir al zoo para ver un lince pero ¿qué daría ese mismo niño por volver a ver jugar a Luis Suárez, Mohamed Salah o Neymar?
Bélgica juega bien pero qué más da. Las únicas selecciones europeas que aún no son lavadoras ni máquinas lanza saques de esquina son Italia y Alemania. Los unos no vinieron y, desesperados, votaron a la extrema derecha y los otros son necesarios porque nadie lleva tan bien eso de ser el aguafiestas de la fiesta. Porque además de jugar bien es innegociable un intangible histórico, emocional y trágico en el fútbol. Eso que notas cuando ves jugar a selecciones que te gritan a la cara que aquello que estás viendo es algo más que un partido: es el sustituto de una batalla, de una declaración de independencia, es corregir mapas, escapar de barrios y de vidas sin expectativas. Tipos que juegan con patines de hielo o botas de cemento, con estigmas de derrotas que les explicaron padres y abuelos, sabiendo que el fútbol, como enamorarse, dribla al destino y a la monotonía. Gente que sabe que cada vez que tocan el balón, hay millones de corazones encogidos en calles y casas de sus pequeños o grandes países, con problemas enormes de todo tipo. Jugadores que recuerdan al niño que fueron, jugando en la calle, déjame un poco más, el siguiente gol y subo a casa.
Hombres que lanzan penas máximas jugándose la vida o el resto de la vida, deseosos de entregar la felicidad a una turba de descerebrados: niños, mujeres, hombres, ricos y pobres. Compensar en algo la vida con fútbol porque ambos son crueles, injustos e inesperados. Pero en Europa creemos que la vida es un electrodoméstico. Por eso no aceptamos morirnos ni estar tristes ni retrasos en los trenes.
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