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MUNDIAL DE RUSIA 2018
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una especie en extinción

La picardía del regate parece algo del pasado. Cuando regresa equivale a una cita en latín

Juan Villoro
Neymar regatea a su rival Toby Alderweireld en el partido ante Bélgica.
Neymar regatea a su rival Toby Alderweireld en el partido ante Bélgica. LUIS ACOSTA (AFP)

No han faltado emociones en este Mundial donde caen goles decisivos cuando el partido no parece tener remedio. Hemos visto sólidos remates de cabeza, excepcionales tiros de media distancia, triangulaciones que culminan en fusilamientos de área chica. Los aciertos han superado a las inevitables pifias de los porteros, los autogoles y la inclemente justicia de los penaltis.

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El esplendor en la hierba es evidente, pero algo falta: un lance antiguo que cuando regresa resulta tan sorprendente como el ajustado chaleco del entrenador inglés Gareth Southgate en una época de tatuajes. Me refiero al regate, que en algunos países se llama dribbling, en recuerdo de los fundadores del fútbol que, cosa rara, practicaron poco ese asombro que se convertiría en patrimonio de brasileños, argentinos y algunos exaltados europeos.

En el partido España-Rusia vimos a los mejores mediocampistas del planeta pasarse el balón sin resultado alguno. Los anfitriones del Mundial recurrieron a la estrategia que tantos dividendos les ha dado ante las invasiones: abandonaron la tierra quemada y se refugiaron en su área para resistir como en el sitio a Stalingrado. Tenían poco fútbol pero tenían una idea. ¿Cómo romper esa muralla? Los viejos profetas aconsejan tiros desde fuera del área, jugadas de pared que desemboquen en un pase al hueco, el viejo recurso de sortear al adversario.

Alguna vez Jorge Valdano comentó a propósito de Hugo Sánchez: “Se retiró del fútbol sin que supiéramos si sabía driblar porque nunca lo intentó”. Experto en el remate, Hugo no se complicó la vida con jugadas que no desembocaran en las redes.

Esa parece ser la tónica del fútbol actual. La picardía del engaño parece algo del pasado. Cuando regresa equivale a una cita en latín.

La ideología de la competitividad ha limitado las jugadas de riesgo y fantasía en las que se puede perder el balón. Incluso un virtuoso como Neymar, que se adiestró en campos donde las fintas son más importantes que los goles, ha caído en un oportunismo judicial: no intenta el regate para marear a un defensa, sino para que le cometa una falta y él pueda simular una agonía.

Lionel Messi, máximo custodio del regate contemporáneo, no tuvo su Mundial. ¿Qué perdemos con la desaparición de esta suerte?

El periodista argentino Borocotó, que brilló en las páginas de El Gráfico, propuso un monumento al dribbling protagonizado por un héroe de potrero: “Un pibe de cara sucia, con una cabellera que le protestó al peine el derecho a ser rebelde… Unos remiendos unidos con poco arte servirán de pantalón. Una camiseta a rayas argentinas, demasiado descotada y con muchos agujeros hechos por los invisibles ratones del uso… Su actitud debe ser característica, dando la impresión de que está realizando un dribbling con la pelota de trapo”.

El regate no pertenece al virtuosismo inútil porque en el fútbol la magia es el prólogo de la eficacia. Esa sabiduría de barrio, con la que Maradona logró el mejor gol de los Mundiales, se ha vuelto tan esquiva como el tigre blanco.

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