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Por una cabeza

El autor mantiene la esperanza de que Argentina logrará clasificarse frente a Nigeria

Basta de carreras, se acabó la timba/ Un final reñido ya no vuelvo a ver/ Pero si algún pingo llega a ser fijo el domingo/ Yo me juego entero/ Qué le voy a hacer

La selección de Argentina, hoy, durante el entrenamiento en Bronnitsy
La selección de Argentina, hoy, durante el entrenamiento en BronnitsyRicardo Mazalan (AP)

No me escapé del Corralito, como la mayoría de mis compatriotas de aquel tiempo, sino del veneno sufridor que para mí se llamó Racing Club de Avellaneda. La peor herencia familiar. 35 años sin ganar un solo campeonato. Esperé a verlo campeón en el 2001 y compré el billete de avión que me depositaría en Barajas, explicándoles a todos que me iba a ver mundo. Mentira, todo mentira, yo no quería penar más.

Ya en España, me tomé con cautela lo de elegir los colores locales. El Atleti, seguro que no: me había jurado que el sufrimiento había quedado atrás. Así que en una de esas vi por la tele a un brasilero dientón y a un gnomo de la Masía que llevaban la pelota atada a los pies. Qué felicidad, qué alegría del vivir. La vida me había engañado: en el fútbol también se podía gozar y se podía ganar seguido, seguidísimo. Yo, que venía del país que mejor fútbol se practicaba –en Argentina eso es un axioma, no se discute, no hay estadística ni análisis que lo pueda contrariar–, me encontré con el Barça de Guardiola y con ese gnomo, un tal Leo Messi. ¡Mamma mía, qué panzada! El fútbol era alegría, el fútbol se podía ver sin necesitar agarrarse al alambrado para putear, llorar y morirse a cada rato.

Todo parecía haberse arreglado en mi corazoncito, hasta que llegaron los mundiales. Ahí me di cuenta de que el sufrimiento me perseguía, que los mismos celestes y blancos del Racing Club de Avellaneda volvían con la camiseta de la Selección Nacional para recordarme que el fútbol es una tragedia, que te hace la vida imposible. Cuando llega el mundial y mi esposa me advierte enajenado frente al televisor, me confiesa, mordiéndose los labios: “Te juro que no te reconozco”; y a mis hijos, “Déjenlo, no le hablen que no los escucha”. No le respondo, pero quisiera: “Querida, a mí me inyectaron en vena una evidencia: somos imbatibles, sin lugar a dudas los mejores del mundo. Me advirtieron de que no existe el concepto de derrota, y que si te derrotan debe de tratarse de un error y que si insisten con eso, hay que agarrarse a las piñas. Me repitieron que la camiseta de la Selección Nacional es sagrada, sa-gra-da. Por lo cual, vida mía, contestame: ¿Cómo no querés que pretenda destrozar la televisión con un hacha, si Islandia, helado y precioso país de 336.460 habitantes según Wikipedia, que juega por primera vez un Mundial, nos empata? ¿Cómo querés que atienda a voz humana alguna si nos meten tres pepinos, tres, los queridos croatas de Rakitic –que tanto aplaudo cuando veo a mis culés–, cuando contamos con el mejor jugador de la historia, en el mejor momento de su carrera, que es quien se merece más que nadie en este mundo lleno de injusticias y maldades, levantar esa bendita copa al cielo y que todos nos hartemos a llorar de emoción, incluso los que los critican tan ferozmente, por natural ignorancia y desenfreno patrio?” Pobre, mi mujer. Pobres, mis hijos. Espero que tengan presente que solo cada cuatro años aflora esta criatura insostenible en la que me convierto.

Tras el empate con Islandia, me retiré del salón madrileño de mis paisanos, al grito de: “Estamos afuera, no se hable más”. Sin embargo, ahora que ganó Nigeria y volvemos a tener posibilidades, comprendo sin ningún tipo de remordimiento, porque nací donde nací, que en el próximo partido Mascherano saldrá del fondo con pelota dominada, levantará la cabeza, se la pasará al genio de Rosario y el genio frotará la lámpara. Los africanos caerán a los lados como cayeron los ingleses frente al de la mano de Dios, en México en el 86. Lo estoy viendo… ¡Lo estoy viendo! Todo con naturalidad, con soltura, con justicia divina. Después veremos jugadas similares, salvadoras, en los octavos y los cuartos y las semis y así hasta la final que, ¡¿cómo pude dudarlo, cómo?! ganaremos. Por una cabeza, como en las carreras de caballos. Por los pelos que Sampaoli no tiene. Sufriendo, claro que sufriendo, pero, ¿de qué otro modo se puede ser un hincha argentino en estos tiempos?

Guillermo Roz es escritor, su última novela es Las gafas negras de Amparito Conejo (Editorial La Huerta Grande, 2018)

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