Manu Ginóbili, la mano de dios
Viéndolo jugar esta misma semana, con sus cuarenta años en las piernas y la frente despejada de pecados de juventud, Ginóbilli parece desenvolverse sobre la cancha con el mismo anonimato de antaño
Se llevaban jugados tres minutos del segundo cuarto cuando Patty Mills inició una de sus habituales aventuras hacia ninguna parte, un pequeño maquinista que cree saber adónde va hasta que se le agotan el café y la vía. Es entonces, acorralado por las torres de los Nuggets, cuando decide exiliar la pelota al perímetro de un zarpazo. Ejecuta el pase a la desesperada, con la urgencia del criminal que arroja su pistola al río en medio de la huida, y por allí aparece Manu Ginóbilli para dar sentido al desastre, para convertir en vino el agua y hasta el botijo: asistencia monumental por la espalda –dos orejas, rabo y vuelta al ruedo- para Davis Bertans y canasta.
Dieciséis años después de su llegada a la NBA, el AT&T de San Antonio sigue estallando de asombro con los recursos imposibles de Emanuel, como si el calendario se hubiese detenido en otoño de 2002 y de su fichaje solo se pudieran esperar ciertas notas de exotismo. “Es un jugador increíble pero lo mejor es que el resto de la liga no lo sabe”, fueron las palabras con las que Gregg Popovich explicó al propio Tim Duncan su fichaje. Viéndolo jugar esta misma semana, con sus cuarenta años en las piernas y la frente despejada de pecados de juventud, Ginóbilli parece desenvolverse sobre la cancha con el mismo anonimato de antaño, como si nadie en los EE.UU fuese capaz de imaginar todavía lo que puede hacer un argentino con una pelota de baloncesto en las manos.
Es un terreno, el de lo inesperado, en el que parece sentirse cómodo el jugador de Bahía Blanca. Al pequeño de los hermanos Ginóbilli no se le auguraba un gran futuro en el baloncesto, ni tan siquiera en el ámbito nacional. Limitado por un físico que no parecía desarrollarse, y eclipsado por sus hermanos mayores, Sebastián y Leandro, el futuro del mejor escolta FIBA de todos los tiempos parecía aguardar tras una mesa de despacho, empujado por los consejos de su madre para que aprovechara su buena cabeza y estudiase contabilidad. El primer club que se interesó por su polluelo fue el Club Andino de La Rioja, a más de mil kilómetros del nido familiar, de ahí que el viaje de ida se convirtiera en la última oportunidad para convencerlo de que abandonase la idea de jugar al dichoso baloncesto.
Despuntó en su regreso a Bahía, al Estudiantes. Creció en Calabria, se agigantó en Bolonia y terminó rompiendo todos los moldes en un baloncesto tan dinámico y a la vez tan encorsetado como el americano. Su talento y su determinación derribaron los prejuicios de una ciudad que presume de resistencia, de un club en el que todos se creen John Wayne defendiendo El Álamo, y de una liga en la que, todavía a su llegada, se miraba a los jugadores extranjeros por encima del hombro, especialmente a los sudamericanos. En el mejor de los casos, la mano de dios era una expresión que algunos yankees –pocos- podrían relacionar con un gol de Maradona. Ahora, gracias a Ginóbilli y su revolución bahiana, empiezan a comprender la verdadera dimensión de una zurda argentina: lo del martes pasado, en el AT&T de San Antonio, fue una nueva antología del pase de tacón.
¡Tienen prohibido parpadear o se perderán la BESTIAL asistencia de @manuginobili! pic.twitter.com/PzwFAxsJXd
— NBA Latam (@NBALatam) January 31, 2018
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