Sergio García lidera en Valderrama, donde reafirma su estatus y goza
Después de un sábado de seis birdies, el campeón de Augusta afrontará la última jornada con un golpe de ventaja
En paz consigo mismo y con el mundo que le rodea, con sus fantasmas, bien se puede decir que Sergio García ha entrado en otra dimensión en 2017, ya cumplidos los 37 años.
De una chaqueta verde, de su chaqueta verde de Augusta más precisamente, ajustada en un maniquí de metacrilato en una vitrina del club de Valderrama, bien podría decirse que es el símbolo de su estatus, y también el testigo e incluso el motor de su actuación en el Masters de Andalucía, donde marcha líder con -8, un golpe menos que el sorprendente inglés Daniel Brooks (nueve birdies y dos bogeys, qué bárbaro). Así comenzará García el domingo, el día que debería ser el de su coronación en un campo que es el suyo como mostró este sábado (-3, seis birdies que pudieron ser más y tres bogeys que pudieron ser menos). “Ha habido tensión pero he jugado relajado”, dice para describir su estado. “En eso es en lo que trabajamos”
En Valderrama, para ganar su tercer torneo del año, García no cuenta sino con dos rivales, el campo, que es su amigo, y él mismo, que a veces se traiciona. Los rivales a su alrededor, bien sean el escocés Scott Jamieson, el holandés Joost Luiten o el inglés Robert Rock (qué cráneo, qué pelazo, tan bien peinado que ni siquiera lleva gorra para no herirlo, qué hundimiento más espectacular, un Titanic), juegan en segundo plano, diluidos, difuminados, suben y bajan y desaparecen. El campo, sus alcornoques, sus calles ya sembradas de bellotas, le rodea y le protege, y los centenares de espectadores, que le siguen devotos y ruidosos. Él, el golfista madurado, conduce a su público como un director con la batuta a su orquesta, le manda callar para que no moleste al pobre que juega con él el partido (el sábado, Jamieson, que peleó y peleó para salvar el par y acabar con el-5 con el que empezó) y le anima con sus golpes para que se exalte y vibre triunfal después de amonestar en voz alta al fotógrafo que aprieta el gatillo a destiempo y molesta. Después, desenfunda en los pares cinco las maderas de calle cubiertas en su bolsa con fundas que son cabezas de toro de peluche, y lanza decidido a green de dos. Y la gente se vuelve loca cuando la bola salta limpia el lago del 17 y se queda a tiro de eagle. Lo roza, pero da igual. El birdie ya marca toda la diferencia.
“Claro que esperaba este público”, dice García, quien parece, como tocado por una varita, incapaz de cometer un error grosero, ni siquiera con la palabra. “La gente española está siempre ahí, increíble. Y, claro, es normal que intente calmarla, pero han apoyado a todos”.
El viernes por la noche García le robó la chaqueta al maniquí y se la puso para protagonizar una cena de honor. En momentos así siente toda la diferencia que hay entre ganar un Masters de Augusta y quedarse a punto. El circuito europeo, como es su deber, le concede una exención perpetua y él lo agradece con su chaqueta. Es el último acto de un año en el que después del Masters se casó, y después supo que sería pronto padre de una niña. “El buen año que llevo ayuda, claro”, dice. “Cuanto más azúcar, más dulce”.
Es un momento de monodosis en el que la figura de Jon Rahm parece olvidada. Y, sin embargo, no parece que solo sea casualidad que el año de madurez y éxito de Sergio García, un eterno insatisfecho de libro hasta el momento, coincida con la irrupción del joven fenómeno vasco. Justo su gran Masters fue aquel en el que la prensa solo hablaba de Rahm, que le había derrotado con facilidad unas semanas antes en el Mundial matchplay. Como si viera su territorio y su reino peligrar, García reaccionó. Y en Valderrama goza, único, sin sombras.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.