Air Messi
Leo Messi y nada más que Messi, en todas sus versiones, ganó el partido en el Bernabéu
Leo Messi y nada más que Messi, en todas sus versiones, ganó el partido en el Bernabéu. Messi rodando por los suelos, Messi corriendo con la pelota, Messi cabizbajo y pensativo, envuelto en nostalgias fúnebres. Messi no fue la mejor noticia del Barça sino la única, y el Barça fue la peor noticia del Madrid: se lo encontró débil, cansado y aburrido, y vio como le levantaba el partido en las narices en el territorio que más le gusta el Madrid, el descuento: precisamente cuando el Madrid soñaba con remontar el partido con diez. Pero ahí estaba Ter Stegen y ahí estaba Messi. Messi por los suelos y Messi por los aires. Messi por todas partes y Messi hasta el final, acabando el partido con un disparo. Dentro de diez años, cuando el Barça mire atrás, se preguntará qué hizo mal para no ganar ocho Copas de Europa con semejante cosa en su plantilla.
Fue un partidazo. Muy antiguo, muy clásico. Siguió reglas elementales entre gigantes: pierde el que más perdona, y el Madrid perdonó más y perdonó mejor. A veces por Ter Stegen, que sacó en el Bernabéu las manos más decisivas del partido y quién sabe si de la Liga, y otras más preocupantes por la inocencia del Madrid. Porque el Madrid fue todo lo que un campeón no puede ser: un cachorro. Jugó bien muchas fases del partido, engrasó las bandas, se destapó el mejor Modric. Pero al llegar al área del Barcelona preguntaba si se podía pasar. Centros sin veneno, disparos tiernos, el mito de la pegada cubriendo el Bernabéu como un cielo de otro tiempo. En medio de esos jugadores que chapoteaban en campo contrario con gracia y ligereza, Messi apareció en el partido como un tiburón. Lo hizo cuatro veces: en la primera bailó a Casemiro hasta cargarle con una tarjeta en el minuto 12, en la segunda marcó un gol tras derribar la defensa de una patada, en la tercera mandó expulsar a Ramos y en la cuarta ganó el partido.
Esa jugada, la del último gol, fue el mejor resumen de la candidez del Madrid. Se habían venido arriba los blancos, tenían enfrente a un Barcelona asustado e incapaz y tiraron de orgullo para hacer la machada y ganar la Liga. Ocurrió que entonces, tras un ataque blanco sin resultado, Sergi Roberto emprendió una carrera hacia un mundo mejor. Lo hizo salvando rivales y entre los gritos de una afición que demandaba una falta que acabase con todo aquello. No hubo falta, no hubo nada. Llegaron unos cuantos al área de Keylor y, como los Bulls con Jordan, acomodaron a su estrella para darle la última bola del partido. Nadie podía imaginar lo que ocurrió después.
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