Remontada
Cuando jugaba al tenis me pasaba que hacía un set estupendo y ganaba 6-0, pero si volvía a jugar igual en el siguiente perdía por el mismo resultado. No había respuestas en el juego, que era constante, sino en la disposición mental, de una fragilidad maravillosa. Podía dar golpes fantásticos y fallar en todos los momentos clave, como el Arsenal. Que mis derrumbes se produjesen tras ganar el primer set ante un rival con mejor ranking, y que siempre ganase el segundo cuando perdía el primero ante uno con peor ranking, me llevó a una conclusión escandalosa: yo jugaba mejor cuando nunca tenía nada que perder.
Si me ponía por delante, ya pasaba a tener algo que perder, y perdía sin remedio. Una psicóloga me dio el resultado que esperaba: odiaba ganar. Un odio freudiano y oscuro que me divirtió tanto que aún jugué dos años más solo por sentirme una rara criatura literaria con la raqueta en la mano. Hasta que un día, a los 18 años, gané un partido a un hombre cuya familia miraba el partido en la grada y acabé deprimido, pidiendo perdón a todo el mundo y sintiéndome un criminal.
Me fui del tenis pensando en lo asombrosas que son las cabezas, el mismo pensamiento que tuve cuando me aceptaron en mi primer periódico. Con el tiempo supe que el tenis era un deporte dado a desequilibrios poéticos que llevaban los partidos de un extremo a otro. Era entendible: uno está solo en la pista y lidia con sus propios demonios. Una soledad muy parecida a la del golfista embocando un hoyo fácil. Un golfista que lo único que puede hacer con su golpe es lo que haría un niño de ocho años o el ridículo. Entonces, ¿cómo no le va a temblar el brazo? ¿Cómo no va a hacer el ridículo si no va a tener una oportunidad mejor en su vida? Y si esto marca la carrera de los deportistas individuales, ¿qué pasa en el fútbol? ¿Por qué un equipo de élite que necesita que en los últimos minutos de partido no le metan tres goles es incapaz, por primera vez en su historia, de dar un solo pase?
Esos derrumbes colectivos, ese miedo que se contagia entre jugadores hasta secárseles la boca y no poder mover las piernas, como en una pesadilla, son parte de la Champions. El Madrid cree tanto en las remontadas que valla Cibeles y hace del Bernabéu un muro. El Barça da la remontada como imposible de tal forma que sus rivales no saben a qué van al Camp Nou, salvo para hacer el ridículo. Las dos funcionan, las dos fallan. Qué sabe nadie.
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