¿Esto es un adiós?
Hubo un día que casi dejó de importar quién de los dos ganase. Lo importante era que siguiesen jugando entre sí, que se citasen para el siguiente grand slam
Jugar ciertas finales requiere de muchos años, tal vez en el sentido que el artista McNeill Whistler, cuando un día le preguntaron cuánto tiempo había tardado en pintar uno de sus 'nocturnos', respondió que "toda la vida". Un Nadal-Federer, como el del Open de Australia, no es un asunto de horas, el tiempo que duró el partido, sino de la atmósfera que esos rivales son capaces de convocar cuando se citan en una final. Eso lleva años, duelos y más duelos titánicos, hasta que un día su reencuentro, improbable, se convierte en el último sueño cumplido. Su tenis se volvió de nuevo una misa perfecta. Siempre ofrecen algo más que tenis, Federer porque corre y golpea con sombrero, como en un escenario, y Nadal porque parece salido del Pequod de Moby Dick, vapuleado pero invencible.
Desde antes de empezar se sabía que desplegarían un tenis de belleza salvaje, conmovedora, que nos reservaría el peor momento para el último punto, cuando todo acabase y de pronto no supiésemos qué hacer con el resto del día. ¿Leer? ¿Acostarnos? ¿Comer? ¿Hablar? ¿Y hablar de qué? Todo conduciría a una experiencia vacía después de un partido tan maravilloso. Y aún por encima quedaba todo el domingo por delante.
Hubo un día que casi dejó de importar quién de los dos ganase. Lo importante era que siguiesen jugando entre sí, que se citasen para el siguiente grand slam, que hubiese siempre una capítulo más, una trama sin revolver, que no parase la música. En cada cita, a la hora de saludarse, antes de empezar, parecían decirse "Volvemos a vernos, señor Bond", como saludan los villanos al reencontrarse con el agente 007, mientras alientan la esperanza de al fin acabar con él.
Nos habíamos hecho a la idea de que Nadal y Federer habían disputado ya su último duelo hace demasiado tiempo. Quizá no imaginaron que sería el último y no se despidieron. Nunca habrá consenso sobre si es o no necesario decirse adiós. Tenemos una mala relación con la tristeza, así que evitamos las despedidas, como si así pudiésemos eludirla. Pero sucedió lo imprevisto. Llegaron a la final de Australia. Volvimos a tener la impresión de que sus enfrentamientos son el duelo de nunca acabar, y que hagan lo que hagan sus vidas se cruzan, a la manera que antes lo hicieron Jimmy Connors y John McEnroe, Martina Navratilova y Christ Evert, Pete Sampras y André Agassi, Jay Gatsby y Daisy Buchanan.
Pese a las claras ventajas de la victoria sobre la derrota, en un Nadal-Federer los partidos perdidos computan en el palmarés, lo agrandan. Y ahora, veremos qué nos depara el año. Antes de la final tuvimos la sensación de que los tenistas se habían concedido el goce de despedirse en condiciones, con abrazos, con una mezcla de felicidad y tristeza, como se separaron Ilsa Lund y Rick Blaine en Casablanca, bajo la niebla, para siempre. Pero acabado el partido ya nos queda la duda de si esto fue el adiós total, o un 'chao, hasta la tarde'.
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