I love you, Federer
El revés del suizo, semienterrado en el olvido de partidos que empezaban a conformar su decadencia, cambió la final en el momento en que Nadal la tenía a mano
Si Dios jugase al tenis daría el revés a una mano como Roger Federer. El revés a una mano es el signo de distinción de la aristocracia del tenis, la estirpe de jugadores que se mantienen fieles a la tradición. Hay pocas decisiones más importantes para un niño en una pista de tenis que la de dar el revés. Lo moderno, martillear a dos manos, querer ser Agassi. Lo antiguo, soltar el brazo como un látigo, pegarlo a una mano como Stefan Edberg.
Cuenta Fernando Signorini que al final de un entrenamiento de Argentina, Leo Messi se quedó tirando faltas sin mucho éxito. Cuando ya se iba al vestuario, su seleccionador, que se llamaba Diego Maradona, lo citó al borde del área. “La bola se acompaña, Leíto”, dijo. Se golpea el balón y el pie sigue con la pelota hasta que esté seguro de dónde va: si la bota se aparta rápido, el balón no sabe dónde ir. A la pelota se la deja en la escuadra como a los amigos en el portal. Mientras se lo explicaba, Maradona tiró una falta y la metió en la escuadra.
Con 3-2 y un break a favor de Rafa Nadal en el quinto set, cuando se estaba decidiendo un partido que volvió a nuestra vida de la misma manera que Ingrid Bergman si hubiera perdido el avión, Roger Federer pegó uno de los mejores reveses de su carrera. Fue un golpe cruzado con una técnica tan perfecta que pareció haber evolucionado en directo. Tras ver golpear a Nadal (bolas altas al revés de Roger, que Roger salte para golpear el liftado del español), el suizo cambió la empuñadura, echó el brazo atrás, adelantó el pie derecho, basculó el cuerpo y toda la fuerza que había acumulado dejando el peso en la pierna izquierda la desató hacia delante cuando atacó como un salvaje; la cruzó delante de Nadal y del planeta entero: la vi pasando por el salón. En la repetición se observa cómo el brazo derecho de Federer, estirado, acompaña la pelota hasta la escuadra de la pista de Nadal; fue un golpe perfecto y le dio su 18 Grand Slam, un hito en la historia del deporte cuando todo el mundo pensaba que Federer empezaba a ser ya el polvillo en el espacio que sigue al paso de un cometa.
Cuando uno juega al tenis como Roger Federer y Rafa Nadal el tenis es algo más que una competición, es una forma de vida. En cada partido suyo se juega algo más que una victoria. Se está perpetuando una tradición, una manera de ver el mundo cada vez más antigua y solitaria. No son ellos los que corren de un lado a otro de la pista. Es la Historia, una muy concreta que trata de mantener las últimas posiciones ante el paso destructor de sus herederos: jugadores apasionados, leyendas llenas de épica, tenistas de golpes perfectos y estrategias perfectas. Federer es la evolución final del tenis, la técnica convertida en algo bello y duro. Que Nadal lo haya tenido acomplejado da la medida mitológica del español. Si Nadal tortura a sus rivales, les come el cerebro y los saca a pelotazos, Federer pasa por los partidos sobrevolando como un águila. Federer se mete dentro de la pista, ataca la bola cuando bota, agrede en cada golpe buscando las líneas; Nadal toma aire al fondo, arriesga su cuerpo en cada intercambio, machaca la raqueta y bufa hasta rendir al otro.
El revés de Federer, semienterrado en el olvido de partidos que empezaban a conformar su decadencia, cambió la final en el momento en que Nadal la tenía a mano. En cuanto acabó el partido me fui a ver las imágenes de 2009, cuando Nadal tumbó en esa misma pista rápida a Federer, el hábitat de Roger. Han pasado ya ocho años. Me recordé a mí mismo entonces, dónde estaba y qué hacía, y los vi a ellos con el micrófono en la mano. Para entonces llevaban cinco años viajando por el mundo para citarse en todas las finales. Roger Federer trata de hablar pero no puede. Alguien grita entonces: “¡I love you, Federer!”. Y Federer, de pronto, se echa a llorar. Llora y llora. Su novia, Mirka Vavrinec, contempla la escena con la mano en la boca. Está así durante un minuto y medio, lo que tarda Federer en terminar de llorar delante de millones de espectadores.
¿Y saben qué? En ese momento incómodo, en ese instante que todo el mundo sabía que era parte ya de la historia del deporte, la cámara busca a Rafa Nadal. Lo hace de forma recurrente. Y Nadal, 23 años, media melena, no cambia el gesto de profundo respeto, de admiración profunda, de profunda tristeza. Nadie sabe quién ha ganado y quién ha perdido; no se sabrá nunca. En esa cara de Nadal mientras el mejor tenista de la historia llora delante de él no sólo están los últimos diez años del tenis mundial sino la categoría de una de las mejores rivalidades de todos los tiempos: el mejor tenis que hemos podido ver nunca, las mejores personas con las que hemos podido soñar dentro de una pista.
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