No hay quien te aguante, Argentina
La obsesión por el empuje arrebata a los más jóvenes la alegría propia de un juego y legitima los excesos de los violentos
No me saco de la cabeza a Maxi Pariente, un niño de 13 años que esta misma semana ha disfrutado de su pequeño minuto de gloria como protagonista de un vídeo que ha dado la vuelta al mundo. Para quien no lo haya visto, se trata de una arenga al más puro estilo argentino, con todos sus compañeros formando un corro, abrazados, mientras el menudo Maxi se desgañita apelando al escudo, a la camiseta, a la hegemonía futbolística en la ciudad de Rosario y al duro trabajo realizado durante el año, un parlamento tan encendido que uno podría pensar que estos chiquillos se entrenan en una carnicería, como Rocky Balboa, y que en lugar de enfrentarse a otro equipo de niños se van destinados a Las Malvinas, a pelear otra vez contra los ingleses.
Como siempre, no ha faltado quien aplaudiese la actuación del rapaz tachándola de emocionante e inspiradora: una demostración más, dicen, de la pasión con la que se vive el fútbol en Argentina. A mí, quizás por aquello de ser gallego, me ha parecido una nueva demostración de la terrible enfermedad que asola al fútbol argentino, otro ejemplo de una obsesión insana por el empuje y el aguante que empieza por arrebatar a los más jóvenes la alegría propia de un juego y termina por legitimar los excesos de los violentos.
El vídeo entronca con lo sucedido a lo largo de estas dos jornadas de partidos clasificatorios para el Mundial de Rusia. La derrota frente a Brasil desató una nueva oleada de crispación colectiva, la enésima en los últimos años, avivada por el empeño grotesco de unos cuantos líderes de opinión que se han convertido en protagonistas intencionados de la actualidad, auténticas vedetes de la información deportiva y el mal gusto capaces de superar cualquier límite en nombre del share y su propia popularidad. Poco antes de comenzar el partido frente a Colombia, un periodista acusaba a Ezequiel Lavezzi de consumir drogas en plena concentración: la actualidad nadaba en gasolina y parió la abuela una caja de cerillas.
La reacción de los jugadores no se hizo esperar y tras vencer a Colombia, apareció Leo Messi rodeado por todos sus compañeros para comunicar que no atenderían a ningún medio de comunicación hasta nueva orden, visiblemente molestos por los desmanes de una parte del colectivo que sustenta su éxito en el mismo apetito carnívoro y superficial que jalea actitudes tan preocupantes como las del niño soldado, Maxi Pariente.
Hace poco, buscando documentación para un reportaje sobre la violencia en el fútbol argentino, me topé con una entrevista a Rafael Di Zeo, líder supremo de La 12, la barra de Boca Juniors: “Algunas tardes, en la Bombonera, firmo más autógrafos que Riquelme y Palermo juntos”, presumía el capo esbozando sonrisa y orgullo. Ahí reside parte del drama que se vive en Argentina, un país que acepta la violencia y desprecia el talento, con los platós infestados por profesionales del odio y donde un niño alborotado es tratado como un héroe mientras el mejor jugador del planeta tiene que pedir perdón por no ser Maradona todos los días: así no hay quien te aguante, Argentina.
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