Juega Iniesta
Cuando da dos pasos, da dos pasos adelante el equipo y dos pasos atrás el rival
El partido de España empieza en las páginas de Sucesos y termina en las de Política. En medio juega al fútbol Andrés Iniesta, una criatura hecha de silencio y tiempo si la hubiese visto Keats. En una época de peinados lujosos, Iniesta enseña una calva tradicional de años cincuenta. Desempolvado parece un español parado en un semáforo de vuelta de la gestoría; de frente, corriendo con el balón, es lo que Jorge Valdano decía de Ronaldo: la manada. Si al brasileño se le consideraba físicamente por la potencia Marvel desarrollada para blindar sus huesos, con Iniesta la manada tiene una connotación poética. Cuando da dos pasos, da dos pasos adelante el equipo y dos pasos atrás el rival. El espectáculo de este partido es ver a un tipo como él arrinconando gigantes checos con la pelota y avanzar hacia ellos como si llevase una pata de conejo entre las manos.
Los rivales se achantan como supersticiosos, van a juntarse todos al borde del área para esperar que todo pase. Iniesta deja caer el cuerpo, lo endereza, mueve el balón como si fuese un cubilete y deletrea el juego con la paciencia lisérgica de un chamán. Juega como una marioneta fuera de control, uno de esos espectáculos en los que la ficción toma el mando. Lo que hace es mirar a los lados, reclamar el balón para devolverlo al instante y volver a levantar la cabeza en dirección a la portería. Más valor que lo que se le ocurre es lo que se le puede ocurrir en cualquier momento. Con esa amenaza se impone España. Tiene cerca a Silva y a Nolito, que juega con un defecto: se ha enamorado del balón. Tiene detrás a Busquets y delante a Morata. Se hace con el partido, lo que significa que todos deben jugar a lo que juega él. Los que no saben lo acusan; los que saben, se la dan. El más frágil de los españoles es el hombre al que Jünger colocaría el hacha entre las manos para defender el hogar.
Cuando todo muere, Iniesta continúa la jugada del Calderón: va a colocarle el balón en la cabeza de Piqué. En Champions les interrumpió una mano dentro del área no pitada; en Tolouse, meses después, los dos pueden terminar la jugada. Lo determinante del cabezazo de Piqué es que apunta: no sólo llega al balón sino que lo dirige. Es el gol de la victoria. Hay una España pequeña y delirante que grita antes de vomitar el grito. No lo hace porque haya recuperado la cordura: lo que ha hecho es perderla de nuevo. Es el español que se avergüenza de ser feliz porque la felicidad se la da alguien que odia sin terminar de saber por qué.
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