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ATLÉTICO, 2; BARCELONA, 2 | OPINIÓN
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Encolumnados

Diego Simeone lleva al extremo su poder extrafutbolístico y convierte al Atlético en el ogro del sorteo del viernes

Simeone y Griezmann se abrazan al final del partido.Vídeo: Alex Grimm / EFE

Empieza a sospecharse que Simeone no habla en sentido figurado cuando se refiere a dar la vida por los colores. Y que otras expresiones convencionales en el repertorio de un entrenador -dejarse la piel y el alma- las ha transformado el chamán argentino en una liturgia de sugestión que convierte a los futbolistas en inmaculados de fuego y hielo.

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Creer para querer. Y lo contrario, de tal forma que las limitaciones del Atleti en cuestión de presupuesto, plantilla, peso político y estrellas las amortigua Simeone exagerando hasta extremos inexplicables todos los argumentos extrafutbolísticos.

Me refiero a la psicología, a la magia, a la metafísica, a la fortuna y a las demás derivadas intangibles que ejerce su propio carisma. Simeone ha transformado el Atleti en una encarnación de sí mismo. Jugamos como él jugaba: intensidad, presión, concentración, aunque el mérito de esta transfiguración balompédica consiste en haber sobrepasado la coyuntura o la excepcionalidad. El Atleti es un grande de Europa gracias a la rutina de la victoria con que Simeone ha desfigurado la leyenda del Pupas armando un proyecto que se reviste de inquietantes connotaciones religiosas.

Parecía anoche Simeone un iluminado. Abusaba incluso de sus facultades de telepredicador evangélico, concluyendo que la vida es levantarse, insistir y competir. Y atribuyéndose el liderazgo de un condotiero: futbolistas, dirigentes, utilleros e hinchas estamos "encolumnados", dijo Simeone a caballo de lo castrense y lo místico.

El neologismo, encolumnado, encolumnarse, resume la aspiración de haber inculcado un espíritu gregario, solidario, espartano. Dentro del campo lo padeció el Barça. Fuera del campo lo vivimos algunos telespectadores. Un servidor, por ejemplo, se sorprendió a sí mismo corriendo la banda cuando Filipe Luis descolgó el slalom que propició el 2-0.

El futbolista brasileño simboliza el misterio del simeoneismo. Porque la obediencia al grupo no contradice el brillo individual (vaya temporada, la de Saúl). Y porque su excursión fallida al Chelsea demostró la importancia que reviste el papel motivador, demiúrgico, del brujo argentino. Turan, irreconocible en el Barça, es el último ejemplo del síndrome de dependencia, exactamente igual Griezmann representa el valor evolutivo que Simeone aporta a cualquiera de sus futbolistas (Lucas).

Sabíamos que Antoine iba a marcar el penalti, incluso habiendo tirado mal. Incluso habiendo tocado el balon Ter Stegen. Y sabíamos que el fantasma de Messi iba a malograr el golpe franco posterior. Puestos a dominar las variantes extrafutbolísticas, Simeone nos ha devuelto la suerte y la buena estrella. Nos ha convertido en el ogro del sorteo.

No se me ocurre mejor demostración de esta proeza. Butragueño sudando en Nyon como si estuviera en el umbral del confesionario. El Kaiser pidiendo la intercesión de Schwarzenbeck. Y el jeque Sulaiman Al-Fahim colocando el bombo en la dirección de La Meca. Porque sólo hay una bola caliente.

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