Fútbol de despacho
Parte del trabajo de los directivos consiste en carecer de conocimiento futbolístico que podría entorpecer su labor
A menudo el fútbol transcurre entre despachos altísimos, copados por tipos sin demasiada idea de fútbol. Se les llama presidentes, o vicepresidentes, y su papel resulta de enorme relevancia. Parte de su trabajo consiste, precisamente, en carecer de conocimientos futbolísticos, que podrían inmiscuirse y entorpecer su labor directiva, con el consiguiente agravio para el club. Ese desapego hacia todo cuanto ocurre en un terreno de juego, aunque no lo parezca, es buenísimo para hacer negocios, y para el terreno de juego. Nada impresiona y amedranta tanto a tu interlocutor, el día que os reunís para tratar un traspaso o un patrocinio, como hacerle ver que el fútbol te importa una higa. Si hay algo importante en el fútbol es aquello que no es estrictamente fútbol, pero que permite que su rueda en llamas gire sin parar.
En un despacho donde a diario se ventilan decisiones que afectan a la competición y a los jugadores, y al final a la felicidad del aficionado, se entiende de ingeniería, de construcción, de política, de fondos de inversión, de hostelería, de cine, de vino, de música, de zapatería, o de un millón de cosas más. Eso resulta de gran provecho para este deporte, en el que todo lo que le es extraño desempeña un papel decisivo, parecido al del carburante.
¿Quién presidiría los grandes clubes, si no fuesen los hombres de negocios, seducidos por el éxito, las influencias, y naturalmente el negocio mismo? Me temo que este deporte no podría sobrevivir sin sus componentes ajenos, como cuando aquel autor decía que para ser escritor había que ser conductor de autobús, camarero, pintor, traumatólogo, banquero, atracador y bibliotecario, pero en ningún caso escritor.
Naturalmente, existen algunas excepciones. Renato Cesarini, que como técnico dirigió a River, a Boca Juniors o a la Juventus, contaba que una vez, durante su etapa en los banquillos argentinos, se cruzó con un directivo que entendía muchísimo de fútbol. Éste le hizo algunas observaciones, de índole táctica, sobre la plantilla. “¿Y usted a qué se dedica?”, le preguntó el técnico, intrigado. “Yo tengo una relojería”, respondió el dirigente con precisión suiza. A lo que Cesarini, llevándose una mano a la barbilla, agregaría: “Bueno… cuando hablemos de relojes me va a interesar su opinión”. Ese día lo iría a ver a su despacho, le prometió.
El despacho es un lugar fascinante, si bien con escasa literatura hasta el momento. La gente que lo ocupa interpreta a la perfección a esos personajes poderosos e impenetrables que fuman en la oscuridad, de los que sólo se ve refulgir la brasa de su cigarro. Se saben poderosos, y a la vez actores secundarios, de ahí que, por norma general, dejen que los jugadores jueguen, los entrenadores entrenen y los periodistas hagan periodismo. Pero, como digo, hay excepciones, y de vez en cuando el presidente ocupa todo el plano y convoca a la prensa en el palco para sugerir que el club es él, y que su poder no se somete a las críticas ni a las mismas reglas que los demás.
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