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Colombia, una pasión de dos ruedas

La Vuelta al país vuelve a despertar el interés por el deporte que más ha marcado su historia reciente

Javier Lafuente
Un niño agita una bandera colombiana durante el prólogo.
Un niño agita una bandera colombiana durante el prólogo. M. D. Castañeda (EFE)

En aquella Vuelta a Colombia de 1973, la etapa entre Popayán y Cali, de 133 km, terminó un poco antes, en Puerto Tejada. Los lugareños pararon al pelotón y obligaron a los ciclistas a entrar en las calles de la localidad mientras les gritaban: “¡Vengan para que conozcan nuestras realidades!”. La anécdota en sí puede resultar intrascendente. Sin embargo, para entender la Colombia que ahora se apasiona por cada pedalada de Nairo Quintana, la que aunque con menos entusiasmo sigue con interés desde el domingo su Vuelta, hay que comprender que hubo un tiempo en que Colombia se conoció a sí misma a través del ciclismo.

Los ecos de las gestas del Tour habían cruzado el océano un poco antes, pero no fue hasta 1951 cuando se organizó la primera edición de la Vuelta a Colombia. Su nacimiento, de la mano del periódico El Tiempo y a la par que el campeonato de fútbol, no fue casualidad. A través de ambos deportes se pretendía construir un relato homogéneo de nación, al estilo del que hoy promulga el presidente, Juan Manuel Santos, quien no pierde oportunidad para utilizar al deporte como ejemplo vertebrador. “Queremos ser esa Colombia que avanza con los pedalazos de Nairo Quintana, que mete goles como James Rodríguez”, afirmó durante su discurso ante el Congreso el pasado 20 de julio. O el pasado domingo cuando, antes de la salida de la Vuelta a Colombia, aseguró: “Servirá para que sepan lo que estamos haciendo en materia de infraestructuras, una verdadera revolución”.

Más allá de las magnánimas palabras del presidente, durante décadas para muchos colombianos Colombia fue el país que les relataban las voces de Carlos Arturo Rueda, Julios Arrastía o Gabriel Muñoz López, narradores que acompañaban al pelotón, no siempre encima de él. Pegados al transistor, fueron conociendo e intuyendo los paisajes y las carreteras del país, también las primeras gestas de sus ídolos, sin tener muy claro si estas eran ciertas o no. Tampoco importaba. Era eso o nada.

La pasión y el respeto por el ciclismo desborda lo impensable. El poder ha sido tal que la principal carrera, salvo algún incidente aislado, nunca se ha visto salpicada por la violencia que sí ha marcado en rojo la reciente historia del país. Como si hubiese un acuerdo tácito: las dos ruedas sí podían pasar incluso por allá donde no lo logró el Estado.

Hasta los noventa el ciclismo consiguió eclipsar cualquier deporte, incluido el fútbol. Los triunfos de aquellos escarabajos que volaban por las montañas de Francia fueron un imán. “El sentimiento era mucho más fuerte y pasional que incluso el de ahora”, recuerda Federico Arango, subeditor de Opinión del diario El Tiempo, un fanático del ciclismo de memoria enciclopédica. El Café de Colombia no solo era el producto estrella; también el nombre del equipo de Lucho Herrera o Fabio Parra.

El fin del pacto cafetero, el desmorone del país en sí y una pésima gestión de la federación de ciclismo anularon durante años al deporte. La lacra del dopaje no ayudó tampoco en la travesía por el desierto. Hasta que la campaña Colombia es Pasión se volvió equipo y figuras como la del entrenador Ignacio Vélez cobraron protagonismo. Los chavales de Boyacá o Medellín, las tierras de Nairo Quintana y Rigoberto Urán, principales viveros en Colombia, cuentan cada vez con más recursos. Los límites son desconocidos. En 2014, el Giro de Nairo, 15 colombianos llegaron a correr la ronda italiana.

La geografía tan montañosa, la altitud… Las razones por las que los colombianos son grandes escaladores resultan bastante obvias y limitadas. La afición, sin embargo, trasciende lo empírico. Arango recuerda la imagen de Lucho Herrera ensangrentado entrando primero en la meta de Saint-Etienne, en 1985, y lo relaciona con el pasado, y presente, católico. “Llevamos muy adentro que vinimos aquí para sufrir, que el gozo viene después del sufrimiento. ¿Y qué es si no el ciclismo?”, reflexiona. O quizás, como escribió durante el Giro de 2014 Héctor Abad Faciolince, todo sea más simple: “El único espacio verdaderamente público en este país son las carreteras. Casi todo lo otro es privado, y está cercado, cerrado, prohibido e inaccesible para los ciudadanos”.

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Sobre la firma

Javier Lafuente
Es subdirector de América. Desde 2015 trabaja en la región, donde ha sido corresponsal en Colombia, cubriendo el proceso de paz; Venezuela y la Región Andina y, posteriormente, en México y Centroamérica. Previamente trabajó en las secciones de Deportes y Cierre del diario.

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