La mística del cuero cosido a mano
En la fiesta de la Super Bowl brilla como una estrella más Jane Helser, una artesana que lleva medio siglo cosiendo los balones de la NFL
La familia de Corey Pearson buscaba el sábado un codiciado autógrafo. Vestidos con sudaderas de los Washington Redskins, Corey y sus dos hijos adolescentes disfrutaban de la enorme feria que la Liga Nacional de Fútbol americano (NFL) ha montado en el centro de Phoenix para los visitantes de la Super Bowl que se jugaba el domingo. Corey se acercó respetuosamente a una señora mayor con aspecto de abuelita y le pidió que le firmara un balón oficial de la Super Bowl. Lo había hecho ella con sus manos.
Jane Helser tiene 68 años y el pasado mes de mayo se jubiló como trabajadora de la fábrica de la marca Wilson en Ada, Ohio. Llevaba trabajando allí 48 años. Entró porque quería “un sueldo mejor que como panadera”. Wilson, proveedor exclusivo de balones de la NFL, es la principal industria del pueblo. Helser es una celebridad de este evento. Los aficionados buscan su firma, tenerla en sus selfies, sus explicaciones dadas miles de veces sobre el secreto de los balones oficiales.
Explica que el cuero ha venido siempre de la empresa Horween de Chicago. Los cortes con forma de arco tienen un tacto animal y cálido. Ella cose cuatro juntos en una máquina de coser Randall de finales del siglo XIX y adquirida por la fábrica Wilson en los años 40. El traqueteo de la máquina y la lamparita sobre la aguja eran una joya para los objetivos de los móviles.
Después, algo de vapor para ablandarlo y se le da la vuelta a martillazos. En otra mesa, las compañeras de Helser le meten la cámara de aire y lo cierran con un metro de cordón blanco que le da esa cicatriz característica al balón oficial de la NFL. Por último, es inflado dentro de una prensa hasta una presión que cualquier buen aficionado puede citar de memoria desde el escándalo de los balones deshinchados de los New England Patriots. Las trabajadoras de Wilson llevan toda la semana escuchando bromas sobre el asunto, dicen entornando los ojos de aburrimiento.
Los balones de Wilson hechos a mano costaban 150 dólares, 180 dólares si estaban personalizados. Se hacen exactamente igual desde los años 30. El balón que se llevó la familia Pearson era igual que el de la final del domingo, hecho por las mismas manos, en las mismas máquinas de Ada, Ohio, que producen unos 600.000 al año, con los que sirven a todas las ligas de fútbol americano. “Este no es un balón para jugar, sino para guardarlo en la estantería”, decía Corey. El sábado, la tienda Wilson en la feria de Phoenix había agotado las existencias.
Si hay algo de lo que puede presumir el deporte americano es de la habilidad para convertir a un deportista en un héroe, una jugada en una leyenda y un vestuario en un museo. La capacidad para envolver en una mística contagiosa cada detalle que rodea a 22 tipos que se pasan un balón y se dan trompazos para que uno logra encontrar un espacio por el que correr hacia el gol. Nadie lo hace igual. Ni le saca tanto rendimiento económico.
Así, en el día previo a la 49 Super Bowl, miles de aficionados llenaban el Centro de Convenciones de Phoenix, Arizona. La cola para entrar daba dos veces la vuelta a la manzana. En la feria NFL Experience podían lanzar pases o correr a por ellos, entrenar con material profesional, ver los anillos de campeones de todas las temporadas, hacerse fotos con todas las equipaciones del campeonato o admirar el trofeo Vince Lombardi que se iba a entregar el domingo. Había decenas de actividades para niños, antiguos jugadores firmando autógrafos y sobre todo, mucha comida y bebida y toda la mercadotecnia imaginable para comprar.
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