¿Volver o quedarse?
A España, mejor preparada ahora para la cita mundialista, no le vendría mal meditar sobre sus expectativas
“Volveremos”, titularon en coincidencia confesional los dos diarios deportivos de cabecera tras la final, con un optimismo que no oculta las ilusiones que genera hoy esta selección y en el que se deja entrever, camuflado en ese plural, la decepción general por no haberse coronado en Río.
Y es que España ha dominado de tal manera el mundo del fútbol durante los últimos seis años que pareciera haber estado allí desde siempre. Que ese pináculo, la cima de todo podio, es el lugar donde debe estar y cualquier estación anterior al oro es un motel de carretera, una inesperada parada en boxes, no un destino posible. Que Brasil, pentacampeón del mundo y eterno animador de este deporte a nivel colectivo e individual (no hay más que repasar nombre por nombre la trascendencia que jugadores brasileños tuvieron en los grandes equipos del fútbol europeo en los últimos 20 años o, si se prefiere, la actualidad de los once que salieron a la cancha anteayer), pasó por Maracaná como un ladrón furtivo, a robarle algo que le pertenece.
España llegó de visita a la final en el sambódromo del fútbol mundial tras un partido extenuante, de 120 minutos, contra una Italia tan competitiva como siempre pero más ocupada en la pelota que nunca, que le disputó la posesión y le obligó al repliegue. Descansó un día menos que el anfitrión y enfrentó a un equipo energizado por su gente, por la inminencia de un Mundial histórico y por un trascendente añadido simbólico: se trataba del mejor de siempre contra el mejor de ahora. En ningún sitio podían encontrar los de Scolari un punto emocional mayor de cara a junio del 2014 que en una final, en el patio de la propia casa y contra esta España.
Se trataba del mejor de siempre contra el mejor de ahora. En ningún sitio podía encontrar Scolari un punto emocional mayor de cara a junio del 2014
Más allá del partido en sí, de la puntualidad de los goles de Fred y Neymar, de la estirada en la línea de David Luiz que evitó el grito de Pedro, del penalti errado por Ramos o de la expulsión de Piqué, España chocó con el entorno creado por Brasil. Una caldera sostenida en constante ebullición emocional por los futbolistas que, a la inversa de lo habitual, arengaban a su propia hinchada tras cualquier jugada de peligro. Una atmósfera cargada con ese entusiasmo contagioso con el que celebró cada gol en este torneo la Canarinha, desdibujando la valla que separa al público de los protagonistas y juntando a todos, jugadores titulares, suplentes, recogepelotas e hinchas en un tumulto heterogéneo, mezcla de abrazo y baile, al borde de la tribuna, como en un pequeño carnaval.
La derrota en la final de la Confederaciones, casi un siglo en términos deportivos de su última derrota oficial contra Suiza, humaniza a España. Le prepara mejor para el Mundial de dos maneras. Por un lado conociendo lo que enfrentará, dando cuenta de debilidades propias y fortalezas ajenas. Por el otro devolviendo a la crítica perspectiva histórica.
Ya hubieran querido para sí la plata otras selecciones históricas en Brasil, donde España demostró que se mantiene en la élite del fútbol mundial. Tanto como a las alternativas que definieron el partido contra Brasil o a como tratar de extender su brillante presente futbolístico, a España no le vendría mal meditar sobre las propias expectativas. O corre el riesgo de pensar que debe volver a un lugar distinto de donde se encuentra.
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