Alcaraz compensa la derrota de Nadal y España se la juega en el dobles
El murciano iguala la serie ante Países Bajos al vencer a Griekspoor (7-6(0) y 6-3) tras el estreno fallido del mallorquín (doble 6-4 con Van de Zandschulp)
Pocos, muy pocos, quizá solo aquellos que recuerden que un holandés como el hielo apeó este verano a Carlos Alcaraz del US Open, habrán oído hablar de Botic van de Zandschulp. Pero él, uno más del pelotón, otro de esos tantos anónimos más allá del foco especializado del circuito, tal vez haya significado el punto final para Rafael Nadal, que acude al centro de la pista y se despide después de perder el primer punto en juego entre España y Países Bajos. Señor jarro de agua fría en el Carpena: doble 6-4, en 1h 53m. Para sorpresa generalizada, el mallorquín, motor gripado, óxido en la raqueta y plomo en las piernas, ha intervenido en el primer compromiso individual, pero en realidad, hace no demasiado el capitán, David Ferrer, ya advertía: “Pienso en Rafa para todo. Puede jugar individual y dobles; es un jugador especial y diferente que cuando compite es capaz de todo”. No sale bien la jugada y el rumbo se tuerce. Quizá sea el adiós. O no. En la continuación, Carlos Alcaraz se desata en el desempate frente a Tallon Griekspoor (7-6(0) y 6-3, en 1h 25m) y la clasificación española pasa por el dobles.
No hacen falta homenajes para que Nadal se emocione. No se ha empezado a competir, suena el himno español y el rostro del tenista ya dibuja el sentimiento, mirada en alto y ojos vidriosos, probablemente rebobinando: allá queda Brno, a 7.592 días exactamente, 20 años, nueve meses y 13 días atrás. El joven de entonces es hoy un hombre cerca de los 40 que contiene la lagrimilla e irremediablemente debe despedirse de su deporte porque el cuerpo ya no le aguanta, mil y una cicatrices en la carrocería. Ya lo decía él: “Si pudiera, seguiría jugando”. Y recalcaba su amigo Feliciano: “Todos los planes de Rafa de los últimos tiempos se han visto truncados”. El caso es que la madre naturaleza no hace distinciones ni entiende de linajes, tampoco en lo deportivo. Se acaba el tiempo de un mito y el Carpena paladea cada pelotazo. Es evidente que la competición ha quedado en un segundo plano. Aquí, el personal ha venido a despedir a Nadal.
Explota el pabellón cuando él asoma por el túnel y el videomarcador refleja esa emoción a duras penas contenida, hasta que llega la hora de la verdad y la fuerza de la costumbre y esa mente sin igual lo ponen todo en su sitio; esto es, ese Nadal en trance, concentrado, ordenado, sin perder un ápice de la rutina; carrerilla en dirección a la línea de fondo y después, todo ese sinfín de tics que le han acompañado durante sus 23 años de recorrido. Enseguida arenga al respetable, nada más tirar un derechazo que Van de Zandschulp (29 años y 80º del mundo) no huele. No parece, sin embargo, que el neerlandés vaya a ser un tipo que se vaya a arrugar; despedidas al margen, él, jugador bien curtido, va a lo suyo y como ya hiciera durante el verano en Nueva York, donde noqueó a Carlos Alcaraz, ni pestañea ni se encoge ni se deja impresionar por la atmósfera. Simplemente suelta el brazo. Le respaldan un par de centurias de zanahorias ruidosas en el graderío.
Y lo observa desde el costado Roberto Bautista, elegantemente a un lado. El castellonense fue providencial en el acceso firmado en septiembre a esta fase final, pero sabe de qué va esto —qué remedio para él— y acata en el banquillo y anima a su colega sin parar, sabedor de que todo apoyo es poco para este Nadal saliente que guerrea con el pundonor y el fervor de siempre, con el tenis que le queda, pero lógicamente justo de piernas y corto de filo. Salva los primeros cuatro turnos de servicio y transmite una expresión optimista, pero el adversario, hiriente todo el rato, le trastabilla al quinto; sufre en el desplazamiento lateral, su drive deja tres bolas cortas y enfrente hay un tallo que escupe trallazos sin titubeos. Llega entonces el punto de giro. El break helador. “¡Fiuuuu!”, silba un espectador, a ver si por esas consigue que el holandés se atrape con el saque y afloje, y le entren así las dudas, los vértigos que ha emanado históricamente el nadalismo. Pero nada de nada. Al otro lado hay una roca.
La derecha no carbura
“Venga Rafa, vamos, vamos…”, intenta reanimarle la señora, al mismo tiempo que Van de Zandschulp se reafirma: la de él es otra fiesta. Cierra rotundo y nada más iniciarse el segundo parcial araña otra rotura, y el gesto de Nadal decae, consciente de que su ritmo de hoy está lejos del expuesto de su rival; 19 partidos ha disputado este año él, más un par de exhibiciones, por los 36 jugados por el frío Botic, que suma y suma en el marcador, abriendo hueco y subrayando el mensaje: yo aquí he venido a lo que he venido. Y si hay que pasar bolas, se pasan. No competía de manera individual el español desde el 29 de julio, cuando cedió contra Novak Djokovic en los Juegos de París, y no asistía a una cita de la Copa Davis desde el 24 de noviembre de 2019, para la rúbrica de aquella última Ensaladera en la Caja Mágica. Mucho ha llovido desde entonces y hoy Málaga se resigna ante un episodio crepuscular.
Salva Nadal con agallas el 3-0 con un arrebato y hace el serrucho con el brazo izquierdo, pero después vuelve a tropezar. Intenta tirar más largo, abrir ángulos con ese antaño látigo, pero no termina de afinar. No está cómodo en ningún instante del partido. No encuentra el punto. Al fin y al cabo, se marcha por eso. Las distancias, los automatismos, la reacción; no es sencillo recuperar la memoria. “Antes no fallaba estas, está fallón, precipitado…”, explica en la grada alta Antonio, otro de esos que se han rascado el bolsillo para ver en vivo el adiós de la leyenda. Llega el mallorquín hasta donde puede. “¡Sí-se-puede!”, corea el público, mientras el holandés, ahora sí, logra la rotura y todo parece definitivamente perdido, 4-1 arriba él y Nadal haciendo la goma y sufriendo un mundo y revolviéndose como puede cuando está ya contra las cuerdas, acorralado, padeciendo. Pinta feo para él, desde luego. “Y esto se acaba…”, insiste Antonio.
Ocurre que esté mejor o peor y carbure más o menos, seguramente ningún tenista haya tenido la fe abrumadora ni el inquebrantable ánimo de Nadal, que rebate con lo puesto y se agarra al set con un par de pinceladas cuando la noche ya se ha echado encima de la ciudad y en el ambiente ya flota el deseo de que Alcaraz pueda enmendarlo en el siguiente encuentro. Sin embargo, queda un chispazo. Responde al tortazo y lima la renta del adversario, que además luego debe soportar la tormenta: 4-3 y 0-30. “Este se caga…”, se escucha. “Ojo…”, dice Antonio, el feligrés que todavía cree. Falsa ilusión. Van de Zandschulp aguanta con la coraza, carga y dispara. Nadal tiene toda la pista para él, pero apunta mal con la derecha —11.300 pares de manos a la cabeza al unísono— y luego tira un revés largo y maldice. “¡No, Rafel!”: ahí, probablemente, no haya vuelta de hoja. Y no la hay. Rema el ganador hasta conseguir el primer punto, firme, y el balear tira un beso dolido: quizá, el último baile del gigante.
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