Expiación
Hasta la lluvia era ordenada el viernes en Londres. Nadie podía pensar que al día siguiente se jugaba una final de la Liga de Campeones. El sábado, con puntualidad britanica, la ciudad amaneció empapelada de rojo y amarillo, como si los hinchas que se amontonaban en Westminster Bridge se hubieran teletransportado desde Múnich y Dortmund con sus maletas, sus cámaras y sus vasos de cerveza, llenando las calles de una emotividad contenida. Nada demasiado fuera de control. Nada muy a la vista. La procesión por dentro y lista para explotar en el estadio con las estrofas de Handel.
El contraste era claro en la previa. La conferencia de Lahm y Schweinsteiger, disertando sobre la propia perfección, contra el vitalismo en la rueda de prensa de Hummels. La contemplación y la descripción de la realidad en las objetivas declaraciones de Heynckes contra la visión personal e intuitiva de Klopp, totalmente basada en los sentimientos, pintando el partido desde las emociones, como unos caballos azules de Franz Marc.
La ausencia de Götze le añadía suspenso al expresionismo del Dortmund. ¿Jugaría Grosskreutz? ¿Lo haría Sahin? ¿Mantendría el dibujo Klopp o, ante la ausencia de su futbolista más creativo cambiaría a un 4-3-3? La duda se resolvió antes de que se moviera el balón. Grosskreutz se paró unos metros delante de Schmelzer y Reus en un sitio al que no volverá Gotze, como único ladero de Lewandowski. El polaco y Reus, coordinados, marcaron a sus compañeros la altura de la presión constante, sin fisuras, en los tres cuartos de cancha. Una presión con la que el Dortmund desconcertó al Bayern durante los primeros 35 minutos.
De nada servían las incrustaciones de Schweinsteiger entre Dante y Boateng para lanzar a sus laterales ni la apertura hasta la cal de Robben y Ribéery. El Bayern solo superaba el compacto bloque amarillo central saltando estaciones hasta Mandzukic. Los rebotes y las segundas pelotas eran todas de Bender y Gundogan y los robos en el medio iban a parar a un embudo para desembocar en Reus. Desde allí, a espaldas de Martínez y Schweinsteiger, nació la segunda oportunidad del Dortmund para ponerse en ventaja (la primera había sido de Blaszczykowski, tras un despeje y una salida desordenada del Bayern que, después de un córner, se olvidó de marcar al lanzador) cuando Bender anticipó otro balón en el medio y Reus filtró el cuero hacia una diagonal de Lewandowski. Si el partido seguía empatado era solo gracias a los pies de Neuer.
A esos 35 minutos se referiría luego Klopp cuando, ya en conferencia, dijo que su equipo había podido ganar el partido. Pero a esa altura el Bayern ya había despertado con un cabezazo de Mandzukic que apenas salvó el arquero con el pulgar. Luego llegó la seguidilla de intentos de Robben: contra su primer mano a mano conspiró un control demasiado largo y un gran achique del portero, contra el segundo su negada pierna derecha y contra el tercero una definición nerviosa y la cara de Weidenfeller. El holandés sumaba capítulos al guion de su largo y torturado drama en las finales.
En el segundo tiempo la realidad se impuso. El Bayern, con más calidad en todas las líneas, desgastó poco a poco a un Borussia que ya no llegaba fresco a la presión ni tenía resto para acompañar los apoyos de Lewandowski. Alaba escaló posiciones, Martínez se agigantó en el centro y Ribéry se juntó con Robben. Tras una combinación entre ellos dos llegó el gol de Mandzukic. Sin embargo, Klopp no se rindió: abrió a los suyos, los mandó arriba a gritos y le encargó a Gundogan las salidas. Un doble error de los centrales del Bayern recompensó su rebeldía y Gundogan empató de penalti. A partir de ahí la única salida de un Borussia ya desgastado era arriesgar para ganar.
Sobre el final, cuando todos tenían la cabeza en la prórroga y el auxiliar preparaba la pancarta del descuento, llegó el último giro de un guion generoso con su protagonista. Ribéry se paró de nueve, aguantó la pelota con el cuerpo y metió un taco al punto penalti. De golpe, Robben quedo parado otra vez frente Weidenfeller. Otra vez frente al precipicio. Otra vez la gloria de todo un equipo y una ciudad en sus pies. En un segundo, como en las películas, rebobinó la historia en su cabeza. Recordó el pelotazo en la cara de Weidenfeller. Recordó el control largo que lo encimó al arquero en el primer tiempo. Recordó el penalti de la prórroga del año anterior, fuerte y cruzado, y el grito ahogado en la mano izquierda de Cech; recordó el Bernabéu azul y negro de la final con el Inter; recordó (y el recuerdo le rompió el corazón) la punta del botín derecho de Casillas. Al revés que en el mano a mano del primer tiempo, tocó la pelota levemente, solo lo justo para esquivar el cuerpo de Weidenfeller. Antes que la pelota entrara al arco ya lo sabía: un momento como ese justifica todos los resbalones, todas las caídas, diez mil tiros a la tribuna, una carrera entera.
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