Del frío surgió Gerald Ciolek
El inesperado ciclista alemán derrotó al favorito Sagan con su último golpe de riñones
Hubo un tiempo, antaño, en el que los ciclistas no levantaban los brazos siquiera cuando ganaban una carrera. Con mucha timidez, y solo después de haber cruzado la meta, la mayoría se limitaba a levantar tímidamente un brazo para saludar al público, para hacerle saber, sobre todo, y en caso de llegada apurada, quién había ganado. Estas historias que cuentan los viejos del ciclismo, los que las tardes oscuras de invierno pasan las horas en sus casas repasando su vida interminable, los álbumes con las fotos en blanco y negro y borrosas de sus carreras, suenan a chino ahora, claro, en los tiempos en los que los ciclistas son una especie de narcisos, maestros del autorretrato con teléfono, caras devastadas, y del tuit veloz, su mejor forma de expresión ya, su mejor forma de decir, eh, soy un ciclista, un tipo duro, y no hay tormenta de nieve, ni viento helado, ni lluvia glacial que me azota, que me pueda frenar.
Al fabuloso Peter Sagan, quien aún no ha ganado una gran clásica, le encanta celebrar sus victorias, y como, a pesar de ganar casi siempre en llegadas al sprint, suele imponerse con cierta diferencia, le da tiempo para celebraciones, a lo Hulk, a lo Forrest Gump, que le han hecho casi más famoso que sus increíbles cualidades ciclistas. Entre ellas no entra la inteligencia práctica, como se vio en los últimos metros del Lungomare Italo Calvino, y como les suele ocurrirle a los que se ven tan superiores que no piensan que nadie les pueda derrotar.
El mejor español fue Ventoso, 11º, cuarto en el sprint de los derrotados
Sagan no ganó la Classicissima, sin embargo, se encontraba en una situación ideal: ninguno tan rápido como él en el grupo de seis establecido en dos tandas —dos en el descenso de la Cipressa: Chavanel y Stannard; cuatro en los últimos metros del Poggio: Sagan, Ciolek, Cancellara y Paolini— que se jugó la victoria en la última recta. Quizás por eso perdió. Mal situado (en cabeza) a 300 metros, vio por el rabillo cómo por la derecha aceleraba Chavanel. Entonces, en vez de dejarle pasar al francés para remacharle en una distancia más corta, inexplicablemente aceleró a su vez: un caramelo para Ciolek, que es rápido y bueno, (campeón de Alemania a los 19 años, campeón del mundo sub 23 en Salzburgo). Cogió la rueda del eslovaco y en el último metro le superó por un tubular.
Como casi todos los ciclistas de la Milán-San Remo de ayer, la de la gran nevada en el oscuro Turchino y en Le Manie, la del cielo gris y feo en la costa, la del tiempo más feo (si aquello parecía Inglaterra en agosto) que se recuerda, el ganador inesperado, Gerald Ciolek, un alemán de 26 años que corre en un equipo sudafricano prácticamente por la voluntad, tuiteó a sus 1.230 seguidores una foto durante el traslado en autobús que tuvieron que hacer los corredores para salvar los puertos impracticables por la nieve. Pero en ella no se ve su cara martirizada, como en las de sus compañeros, sino simplemente sus piernas y su maillot sobre un asiento. Tampoco levantó los brazos al ganar. Pero no parece que por falta de ganas, sino por imposibilidad. No se puede, es físicamente imposible (si uno no se llama Sagan, el acróbata, claro), dar un golpe de riñones, alargar al mismo tiempo el manillar con los brazos, exhalar la última bocanada de aire y levantar los brazos al mismo tiempo. Solo después, unos metros más tarde, educado, levantó la mano derecha: sí, había ganado él, que surgió del frío.
El mejor español fue Ventoso, 11º, cuarto en el sprint de los derrotados.
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